Ruidosos no, lo siguiente

ruidos

(10/10/2022) Como otras mañanas salgo a pasear la ciudad. Y lo hago por las orillas del río. Hay menos gente, menos ruido. Es el lugar adecuado para darse un baño de olores. De silencio.

 Luego vuelvo. Y como somos animales de hábitos mi vuelta casi siempre coincide con el recreo de los escolares. Y al silencio, a ese silencio que me acompañaba, lo matan de repente.

“¡Cuán gritan esos malditos!”, exclamo cuál émulo del don Juan de José Zorrilla.

 El contraste entre el murmullo de la ribera -el otoño suena a Vivaldi-, y el griterío de la muchachada es para echarse a llorar.

¿Habrá algún estudio comparativo sobre los patios más ruidosos de España? ¿Y de Europa? Ahora que todo se compara (las ciudades con mejor calidad de vida, los coches que expulsan menos gases a la atmósfera, las cárceles con los presos más educados etc. etc…) ¿habrá algún estudio comparativo, repito, sobre el ruido escolar en las distintas comunidades autónomas, departamentos, länder,  naciones o estados?

  De haberlo, ganaremos por goleada, me respondo.

  De esa niñez chillona, de esas mariposillas lenguaraces y gritonas, descendemos los adultos que nos desgañitamos en los bares. “¿Por qué los españoles hablan alto?” le preguntaron a León Felipe allá en México. Y el escritor de Tábara se sacó de la manga un artículo para responder de la forma más literaria posible.

 Somos un país de ruido y furia. Observen, observen a la muchachada en los patios y comprueben si es cierto lo que les digo. Ahí en esos angelitos que revolotean cuál pajarillos bullangueros está el germen de los adultos que somos y a los que tanto temen en los bares de media Europa.

-¿Qué tal por Francia? Le pregunto a un amigo que acaba de hacer un viaje en grupo.

-Lo mejor los castillos del Loira. Lo peor, los franceses. Cuando nos veían, cerraban los bares.

  El irlandés e hispanista Ian Gibson ante la pregunta de si España es el paraíso perdido, se despachó hace pocas fechas en Sevilla diciendo “sois super ruidosos, sois horriblemente ruidosos, yo creo que muy ruidosos”. Y es que los irlandeses, a falta de algún estudio comparativo, como dije, son gente silenciosa, que sufre con los ruidos. O eso parece.

 Uno de los irlandeses más universales, James Joyce, autor del Ulises, cuyo centenario celebramos este año, no soportaba las tormentas, y menos aún el ruido del trueno. Sufría tanto que para aguantarlo tenía una terapia: escribir el sonido que tanto le dolía.

  Si intentan y logran leer su Finnegan Wake verán que allí escribió el nombre de la bestia que tanto le incordiaba. El sonido del trueno. Una onomatopeya de noventa y ocho letras. Si no tienen el libro a mano, no se preocupen. Me permito escribirla para ustedes gracias al corta y pega. De otra manera me costaría un sueño. Allá va:

“Bababadalgharaghtakamminarronnkonnbronntonnerrnntuonnthunntrovarrhounawnskawntoohoohoordenenthurnuk!”

 Como ven la onomatopeya inventada por Joyce para poner nombre al trueno es una de las palabras más largas e impronunciables que se hayan escrito nunca. Pero a él le aliviaba.

 A veces cuando vuelvo de mi paseo mañanero, tal vez por haberme entretenido más de lo debido en el camino (ya les he dicho que mandan los hábitos) cruzo el mismo colegio justo en el momento en que la alarma llama a clase. Y es entonces cuando me acuerdo de Joyce, Zorrilla y Gibson, de los mexicanos y de los europeos juntos, pues lo hacen a golpe de sirena. Una maldita sirena que lanza al aire un quejido estruendoso, un alarido en creciente y menguante, como de alarma antiaérea de la segunda guerra mundial. Y esto, cuando se acaba de ver en la cafetería como llueven misiles en Ucrania, entenderán ustedes que no es plato de gusto, ni la mejor manera de soportar estos tiempos apocalípticos.

  Pero ahí sigue el maldito artefacto, la horrenda sirena llamando a filas, sin que LOECES, LODES, LOGSES, LOPEGS, LOMLOES y otras leyes educativas que tanto abundan en el patio político hayan logrado desterrar tan bárbara costumbre.

 Por eso cuando tantos claman por un acuerdo político que ofrezca una ley educativa que integre a todas las tendencias, uno no se lo cree: si no son capaces de cambiar una maldita alarma antiaérea -llevo años oyendo el insoportable ruido en ese y otros centros- y poner en su lugar música clásica o sones caribeños, cómo van a ponerse de acuerdo en temas más profundos.



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