Aquí hay tomate

tomati

(20/10/2022) Ustedes lo vieron. Ocurrió en la National Gallery de Londres. Llegan dos jovencitas de veinte y veintiún años, sacan de no sé dónde dos botes con sopa de tomate y arrojan el producto sobre Los Girasoles de Van Gogh.

 Nadie sabe cómo consiguieron meter los botes, pero lo hicieron. Y las consecuencias las pagaremos todos. Porque ¿qué ocurrirá a partir de ahora con las personas que visitan los museos?, ¿seremos sometidos a cacheos exhaustivos como en los aeropuertos?

 Hay reivindicaciones que cambian nuestra vida y no para bien.

 Pasó con las Torres Gemelas. El terror homicida de unos pocos condicionó la vida de todos. Sólo hay que viajar en avión para comprobarlo.

 A partir de ahora, a partir de la “gesta” de esas dos muchachas, se replanteará la seguridad de los museos en todo el mundo y se llenarán de escáneres, de arcos para detectar metales, de registros y cacheos.

 Pocos lugares de asistencia pública quedarán al margen de los correspondientes registros. Habrá que pasar por el aro para asistir a cualquier evento.

 Los protocolos de seguridad contra quienes buscan notoriedad (ahora se dice impacto mediático) o por mero vandalismo no han hecho más que empezar.

 Hasta los torneos presenciales de ajedrez, en principio neutros a los desmanes, reclaman escáneres, aislamiento electrónico y la presencia de científicos computacionales. Tras el affaire Carlsen-Niemann ya no se sabe si quien juega es un humano o una máquina.

Ahora dos veinteañeras conseguirán lo mismo. Que tengamos que desnudarnos al cruzar el arco detector. Fuera cinturón, fuera llaves, fuera monedas, fuera zapatos, fuera móvil… Fuera bolsos y abrigos. Y si usted lleva un marcapasos tendrá que declararlo si quiere ver Las hilanderas.

 Llueve sobre mojado. Al tomatazo a Los Girasoles hay que añadir el derribo de dos bustos de época romana en los Museos Vaticanos, el “tartazo” a La Gioconda por parte de un visitante y los martillazos contra La Piedad de Miguel Ángel que la  han condenado a emparedarse en vida en un panel protector transparente.

 Y esto por hablar de alguno de los casos que han llegado a nuestros oídos, pues los museos procuran no hablar de esas cuestiones para “no dar ideas” a los vándalos.

 El anecdotario de accidentes que guardan y que apenas ha trascendido dan para escribir un libro: desde el vándalo que quemó la puerta de Murillo en el Museo del Prado por querer vengarse de no se sabe qué,  hasta la señora que para hacerse un selfie (autorretrato) en el decorado de La romería de los cornudos que luce el Museo Reina Sofía, se resbaló y rasgó la obra.

 Las muchachas que llenaron de sopa de tomate Los Girasoles llevaban a una tercera persona para grabar su barbarie y colgarla en Twitter. Porque lo importante no es hacerlo sino contarlo. Ahí está la gracia.

 En El ladrón de arte, el escritor Noah Charney habla del gusto por romper imágenes, del pensamiento que rechaza la representación de objetos de las Escrituras y que hace que iglesias y museos sean lugares vulnerables. La iconoclastia que todos llevamos grabada en nuestro ADN (algunos más que otros) puede rastrearse en la historia: desde el destrozo de los ídolos que hizo Moisés cuando bajaba del Sinaí con las Tablas de la Ley, hasta el furor protestantes contra las imágenes católicas en los primeros días  de la Reforma.

  Al protocolo de seguridad museística que contempla robo, vandalismo, terrorismo y hasta guerras, habrá que sumar reivindicaciones de todo tipo, como la llevada a cabo por las muchachas aludidas, y la estupidez de aquellos que por hacerse un autorretrato con El Moisés de Miguel Ángel, llegarán algún día a derribarlo.

 Pero si los pocos amantes de los museos vemos nuestra visita amenazada por registros interminables, no les digo nada de los vigilantes que, además de luchar por un convenio justo, tendrán que multiplicar  su agudeza visual para evitar que alguien que ha pasado por todos los registros, se lance sobre un cuadro para arrancar la tela a dentelladas.  Y es que los arcos, los escáneres, aún no detectan la estupidez humana.

 Ya lo dijo Albert Einstein poseedor de la mente más clarividente de su tiempo:
Hay dos cosas infinitas: el Universo y la estupidez humana. Y del Universo no estoy seguro”.



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