El perdón del rey

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(30/10/2022) Ocurre a veces: conmemoramos efemérides que nos quedan lejanas en el espacio y nos olvidamos de otras que nos son más cercanas.

 Como no quiero que esto ocurra entre los lectores de mi ciudad (al menos entre los lectores de este artículo), permítanme recordarles, ahora que octubre agoniza, que el próximo uno de noviembre habrán pasado quinientos años (el número es bien redondo) de la promulgación del perdón real a los implicados en la Guerra de las Comunidades de Castilla.

 Guerra cruel, no tanto por el número de muertos y heridos que dejó -que también- como por la división que sembró en la sociedad castellana de aquellos años. Tanta que, después de cinco siglos, uno duda si el rancio sectarismo que padecemos no se generó en aquel tiempo. Y quien dice sectarismo dice las guerras civiles que hemos sufrido desde entonces, pues desde aquella de 1521-la Guerra de las Comunidades de Castilla fue una guerra civil en toda regla- hemos padecido otras, tanto en el siglo XIX -guerras carlistas- como en el XX-guerra civil-.

 El perdón real promulgado en la Plaza del Mercado de Valladolid -actual Plaza Mayor- el día de Todos los Santos y que contó con la presencia del emperador Carlos V, no mejoró mucho las cosas. Y como ocurre siempre no contentó ni a los vencedores ni a los vencidos. Sobre todo a los vencidos.

 Hubo muchas expectativas y pocos resultados.  O como decimos aquí: mucho ruido y pocas nueces.

 Y es que el perdón no llegó a 293 implicados en la junta comunera. Implicados que siguieron en las cárceles -pendientes de sentencia- o en el exilio en Viena o Portugal.

-¡Parce domine, parce populo tuo!, ¡perdona señor, perdona a tu pueblo! -dicen que gritaban los niños del Hospital de la Misericordia que acudieron con sus tutores a la plaza suplicando la clemencia real.

 Pero Antón Gallo, el escribano que procedió a la lectura de la voluntad imperial, lo dejó bien claro. Perdonar estaba bien, pero también había que escarmentar para que no se volviera a las andadas.

“…Y porque sería cosa de mal ejemplo y de que Dios nuestro señor se deserviría, y con justa causa nos podría demandar estrecha cuenta de ello, si los principales hacedores de los dichos crímenes, daños y excesos, y comovedores de las dichas comunidades y los que tenían oficios de Nos e incitaron y atrajeron los dichos pueblos quedasen sin pena condina a sus delitos, declaramos y mandamos que de este nuestro perdón y remisión no hayan de gozar ni gocen ni sean comprendidos, ni entren en él, antes queden fuera de él, para proceder contra ellos y contra sus bienes conforme a justicia, las personas siguientes: don Pedro de Ayala, conde de Salvatierra, D. Pedro Girón, Capitán General de la Junta, D. Pedro Lasso de la Vega, vecino de Toledo, procurador de la Junta, Juan de Padilla, vecino de Toledo, ajusticiado, doña María Pacheco, su mujer…”.

 Y sigue la interminable lista de doscientas noventa y tres personas. Hombres y mujeres que  no gozarán del perdón. Desde encumbrados aristócratas hasta los humildes criados de un duque:

“…Juan de la Bastida, Juan de Losa, Juan González, criados y vasallos del Duque de Nájera”.

 Todo esto y mucho más  -de esa década plagada de acontecimientos que son los años veinte del siglo XVI-lo narro en mi próxima novela que llevará por título La conjura de la Rinconada y que de no haber causa mayor que lo impida en los complicados años que estamos viviendo, saldrá de la imprenta la próxima primavera.

Vaya, pues, esta primicia para los lectores de mis novelas.

 Ahora que la ciudad se halla entregada a la 67 edición de la Seminci, vaya también este humilde recordatorio sobre unos acontecimientos que, como dije, marcaron nuestra historia y siguen de alguna manera marcándola. Porque la historia es una dimensión del presente, sin la cual éste quedaría mutilado, y tiene un futuro con el que nunca contamos.

 Lo dice muy bien el escritor Juan Villoro: “El pasado no está quieto, es una zona abierta reinterpretable y que se conoce de distintos modos”.

  El próximo uno de noviembre la rueda de los siglos hará que  las campanas del pasado repiquen en  nuestra memoria colectiva.



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