Filósofos de barra

barra

(30/01/2022) Recuerdo haber visto hace años en una vieja cafetería, hoy ya desaparecida por vete a saber qué motivos, un cartel que me llamó la atención.

El dueño había subido los precios y el cartel en cuestión justificaba la subida señalando los gastos que acompañaban a cualquier consumición (aunque el cartel se refería al café)  y en los que el cliente apenas repara cuando se queja del encarecimiento: azúcar, servilleta, vaso de agua, periódico, uso del baño, luz del local, aire acondicionado, calefacción, gel desinfectante…Esto sin olvidar otros servicios no menos importantes como el encuentro con los amigos, la conversación con el camarero (con oficio de confesor o psiquiatra en más de una ocasión), etc…

 Desde entonces cada vez que consumo mi café mañanero me acuerdo de aquel escrito justificativo que podríamos resumir en un “¡Y luego dicen que el café es caro!” pidiendo los correspondientes permisos a Joaquín Sorolla y a su espléndido cuadro ¡Aún dicen que el pescado es caro!  que se exhibe en el Museo del Prado.

 A los accesorios o componentes que acompañan a cualquier servicio en los bares y que he señalado más arriba hay otro que habría que incorporar y que, sin querer exagerar, considero tan valioso o más que los mencionados: las sentencias y filosofías que se oyen a pie de barra y que enriquecen a los usuarios.

 Si la distancia lo permite y se sabe escuchar cualquiera puede tener la suerte de saborear perlas como las que oí hace apenas una semana.

 -¡Vaya frío! -se quejó el recién llegado al amigo que le esperaba en la barra-, “cuando hace su tiempo hace buen tiempo” -sentenció este antes de rematar- “¡qué esperas de enero!”.

-Pues que a uno le matan estos fríos -continuó quejándose el primero-, “bueno, bueno, piensa en el lado bueno, que aquí de jóvenes ya no nos morimos ninguno”.

-Ya, pero el reuma, los huesos -siguió protestando el quejica- “a nuestra edad los huesos ya no sirven ni para caldo”.

 Como ven estamos ante un tratado filosófico de barra, una sabiduría antañona de andar por casa que ya solo tienen los que peinan canas, esos catedráticos que se criaron en un mundo de pana y lumbre, de refranes y calendario zaragozano.

 Mientras escribo estas líneas me viene a la memoria la anécdota que vivió el novelista Lorenzo Silva en la provincia de Burgos y que relata en su libro Castellano.

Era 1981 y el escritor estaba haciendo un campamento de verano cuando, muerto de sed, se acercó a una fuente para saciarse. Ante la duda sobre la potabilidad de aquellas aguas frenó sus prisas y viendo a un hombre que le observaba desde un banco le preguntó educadamente si el agua de la fuente era potable. Y entonces dice Silva “el hombre, de rostro adusto, piel curtida y edad indefinida entre los sesenta y los setenta, me miró de arriba abajo y dijo sin énfasis:

-Algunos beben.

 No dijo más, ni me dio a entender que añadiría alguna aclaración suplementaria…”.

 Pero volvamos a la barra del bar y a las perlas que se oyen entre los viejos con ese laconismo que algunos consideran propio de los castellanos pero que se pueden rastrear en cualquier rincón de España. Soy poco dado a caer en tópicos identitarios en un país como el nuestro donde se han mezclado neandertales, sapiens, fenicios, griegos, cartagineses, romanos, árabes y godos.

 Esta conversación la recogí el otro día:

 -Buenos días -saludó educadamente otro cliente al amigo que le esperaba sentado-, “aquí me tienes en el banco de la paciencia”.

-¿Cómo es que estás sentado?

-¡Ay, majo, ando muy mal de los remos y lo peor es que luego tengo dentista. Tengo una muela para el arrastre”.

-“Cuídate mucho que va a subir la chatarra”.

 Y así.

 Por eso les digo que habría que incluir en las consumiciones de los bares estas lecciones de sabiduría a la hora de quejarse de los precios.

 La filosofía, expulsada hace tiempo de las aulas, se refugia ahora en los bares donde por las mañanas reinan los jubilados.



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