Bulimia digital

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(30/01/2021) Cada vez hay más científicos investigando el efecto del “pantallazo”, entendiendo por “pantallazo” el uso compulsivo y adictivo de cualquier tipo de pantalla en niños y adolescentes.

 Según parece, los muchachos, en un moderno juego de la oca, se pasan el día de pantalla en pantalla y miro porque me toca. Y el juego, dicen los entendidos, empieza desde que llevan pañales.

 Tanta pantalla está cambiando nuestra vida y generando nuevas posibilidades y tendencias, creando profesiones que nadie imaginaba hasta hace pocos años.

 Los futbolistas ya no son el ideal a alcanzar por la muchachada (“yo quiero ser futbolista” decía cualquier niño cuando se le preguntaba qué quería ser de mayor). Ahora todos quieren ser “youtubers” o “influencers” y en vez de pedir como regalo balones o botas deportivas, piden móviles, tabletas y videojuegos.

 Algo que no extraña  si tenemos en cuenta que los pequeños pasan entre cuatro y seis horas al día delante de algún tipo de pantalla, según confirman estudios recientes.

 Y es que en esto, como en todo, hay un lado oscuro: el que marca la línea entre el uso y el abuso.

 El uso voraz y adictivo de tanta pantalla es, para muchos analistas, un problema de salud pública del que apenas tenemos conciencia y al que habrá que enfrentarse tarde o temprano.

 Los pedagogos están asustados. Han constatado que la inmersión en las pantallas empieza desde edades muy tempranas, desde los dibujos animados que le ponen al bebé para aplacar su rabieta o su negativa a comer la papilla.

 “En 1970 la tele aparecía en el niño a los cuatro años de edad (por término medio), pero hoy las pantallas hacen su aparición a los cuatro meses”, dicen los maestros que no saben cómo atajar las consecuencias de tanto “pantallazo”.

“Los niños no tienen calle, tienen pantallas”, se quejan también los pediatras.

 Las consecuencias son cada vez más preocupantes: trastorno del sueño, carencia de atención, problemas de alimentación, absorción de la voluntad, dificultades de aprendizaje… Y esto sin hablar del daño que sufre el vínculo entre padres e hijos.

 -El niño no habla apenas y ya va para los tres años -le confiesa la madre angustiada al psicólogo infantil.

 De poco sirve que los educadores de aquí y de allá insistan en que antes de los tres años el niño no debería ver pantallas. De menos, el que sus consejos estén asentados en investigaciones serias hechas en universidades prestigiosas. Las encuestas confirman que antes de los dos años la tercera parte de los niños tienen una exposición a las pantallas de noventa minutos al día. Y después, la exposición aumenta. Y con la pandemia, ni les digo…

-Qué quiere usted que haga, señorita, la comida se convierte en un sinvivir y los dibujos animados de la televisión ayudan a que mantenga la boca abierta -se queja el padre a la maestra que advierte problemas de atención en su niño.

 Y si esto pasa en la más tierna infancia y en los primeros años de escuela, ¿qué decir de los adolescentes? Pues que pasan ya más tiempo con sus pantallas que con sus profesores. Así de sencillo. Así de preocupante.

 La adolescencia, ese periodo crítico que conduce a la vida adulta, se llena cada vez más de “jóvenes Peter Pan” que simplemente se niegan a crecer.

 Resultado: adolescentes de más de treinta años que, tumbados en el sofá, se entregan convulsivamente al ojo y a la tecla.

 Los sociólogos lo tienen claro. Las edades del hombre del siglo XXI ya no son las clásicas, ahora son: nacimiento, infancia, adolescencia, adolescencia, adolescencia, adolescencia… Así, hasta más allá de la tercera edad.

  Como causas de esta inmadurez crónica, los médicos hablan desde el 2018 de unas prácticas adolescentes con las pantallas (las redes sociales y los videojuegos principalmente) que rayan con la toxicomanía.

 Son los efectos de la ciberadicción, de la hipnosis digital a la que conduce la cultura del “pantallazo” en la que estamos inmersos.  Y con la pandemia, ni les cuento…



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