Entre abuelos

 abuelo

(20/01/2021) En enero le volvían los recuerdos y las nostalgias. La rutina del frío que volvía y del humo que escupían las chimeneas, le llevaban, como si de un telescopio se tratara, a tiempos de lumbre y pana, a lugares de infancia, esa patria del hombre a la que volvemos siempre, como Ulises que retornan a Ítaca.

 Nunca conoció a su abuelo, murió joven en aquellos años de pulmonía inevitable y penicilina que nunca llegaba a tiempo, y pasados los años aquella memoria se había convertido en una foto antigua (un hombre joven vestido de militar) y en algunas palabras de su padre: “tu abuelo hizo el servicio en caballería”… “tu abuelo murió de pulmonía, fue un dos de agosto, cuando yo tenía once años”.

 Ahora, cuando su hijo le había dado el primer nieto, no entendía por qué extraños mecanismos de la memoria le resultaba mucho más cercano aquel abuelo. Aquel familiar que tan indiferente le resultó en su infancia (el niño vive el momento presente como si no hubiera ni un pasado ni un mañana) y en su vida adulta (el adulto tiene el tiempo hipotecado), irrumpía ahora en su recuerdo, como una visita inesperada.

 El tiempo transcurrido, lejos de alejarlo de aquel ser uniformado al que no había conocido más que por referencias, le acercaba más y más a él, en una extraña paradoja donde el pasado se parecía cada vez más al presente.

 ¿Sería todo aquello una manifestación de la relatividad del tiempo?, o ¿habría que dar la razón a Agustín de Hipona cuando tras preguntarse qué era el tiempo respondía: si nadie me lo pregunta lo sé; pero si quiero explicárselo al que me lo pregunta, no lo sé?

 El recuerdo es un truco que nos permite vivir lo que ya se fue. Un ejercicio de la fantasía, que no de la memoria. Pensó.

 Enero con sus fríos, con su olor a hollín, a hogar, le devolvía a la nostalgia, a la melancolía A esa extraña felicidad de estar tristes. Y entonces recordaba refranes guardados en algún lugar de su memoria. Refranes sobre enero, oídos a su padre, como aquel que decía “San Antón de enero, cuida bien los animales de mi abuelo”.

  El abuelo. Llevaba días mirando la foto de su abuelo con ojos distintos. Le imaginaba acariciándole como él acariciaba ahora a su nieto, besándole con la misma ternura desde su pose adusta de militar, jugando a los mismos juegos, riendo las mismas risas.

 No. Ya no era un ser lejano, desconocido, un hombre de otro tiempo. Ahora era un ser cercano, familiar, que incluso se le parecía (o eso creía él) a pesar de su juventud de soldado veinteañero posando en el cuartel.

 Y entonces se imaginaba niño en los lejanos cincuenta, con aquel hombre joven de la foto que, lejos de estar muerto, le alzaba en volandas, le besaba con ternura, le hacía carantoñas y le enseñaba los secretos del juego y de la vida.

 Volvió a sacar la foto (toda foto es un fósil de luz y tiempo) y volvió a mirarla. A mirarla con ojos de abuelo, De abuelo a abuelo, pensó. El de la foto un abuelo joven, veinteañero como se dijo, él, un abuelo sesentón.

  Luego, como a hurtadillas, llegó la idea.

 Cogió una foto suya de escuela (eran las primeras fotos en aquella infancia de mitad de siglo) y, gracias a los milagros que permiten las aplicaciones y los programas informáticos, la colocó junto a la de su abuelo.

 Y entonces creyó ver, o tal vez lo imaginó en uno de esos extraños raptos que nos provocan los afectos, que aquel hombre al que no conoció, su abuelo, había abandonado por momentos la pose cuartelera y adquiría un extraño gesto de ternura. Y le pareció, incluso, que sus ojos se humedecían manchando de emoción el papel amarillento del viejo retrato. ¿O eran sus propios ojos?

 Se repuso. Colocó la foto en sepia junto a la que tenía con su nieto en una de las baldas del salón y volvió a refugiarse en los recuerdos.

 Con los ojos cerrados volvieron a su memoria aquellos versos de Unamuno:

  “Me destierro a la memoria/ voy a vivir del recuerdo/ y buscadme si me pierdo/ en los yermos de la historia”.



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