Sobre paternidad y responsabilidades

Ciberacoso

(20/04/2024) Los niños, esos perversos polimorfos que dijo Sigmund Freud, esos seres extraños de los que nada se sabe, que dice el pedagogo Jorge Larrosa, ya no nacen con una barra de pan bajo el brazo, ahora vienen al mundo con una cámara digital con la que sus padres graban sus primeros pasos para colgarlos después en las redes.

 La costumbre se ha extendido tanto que ya tiene su nombre en inglés y, como va siendo normal, lo estamos copiando entre nosotros gracias a ese complejo de inferioridad con el idioma que nos caracteriza. Se trata de uno de tantos anglicismos acabados en “ing”, el sharenting, una palabra que procede de share que quiere decir “compartir” y parenting que como ustedes habrán adivinado se refiere a “paternidad”, y que consiste en eso: compartir paternidad, documentando las primeras sonrisas, el primer meconio (caquita), los primeros pasos y cualquier anécdota que ataña a la crianza para colgarlo después en las redes y divulgarlo.

 Se trata de una actividad llevada a cabo por padres orgullosos de su vástago que quieren demostrar al mundo lo bien que les salió la jugada para verla una y mil veces y compartirla con amigos y conocidos que suelen hacer lo mismo. Paternidad compartida.

 Desde que se tiene constancia no ha habido generación de niños con una infancia tan pública como la actual. Algo que no comprenden algunos padres (los menos) que, celosos de su intimidad y de la de los suyos, denuncian tamaña exhibición afirmando que los bebés tienen derecho a la privacidad como cualquier adulto y que no deberían ser exhibidos como monos en feria.

 La guerra entre padres está servida. Se trata de una nueva versión de la guerra de los mundos, pero en formato educativo. Los que justifican la presencia del niño a toda costa en las redes sociales frente a los que detestan que se publiquen fotos y vídeos de bebés a los que no se les ha pedido permiso.

“Cada vez que una foto o video es publicado, se crea una huella digital del niño que puede seguirlo en su vida adulta” dicen desde la Sociedad Nacional para la Prevención de la Crueldad contra los Niños. Y los más pesimistas auguran que de seguir así en el 2030 se recogerá la mayor “cosecha” del siglo: 7,4 millones de robos de identidad al año.

 Siempre se dijo que la niñez era la patria del hombre, el lugar seguro al que volver después de las batallas de la vida, la Ítaca de todos los Ulises que vuelven cansados de la guerra de Troya, la balsa a la que agarrarse cuando llegan los naufragios del vivir, pero esa balsa se está llenando de agujeros y amenaza con hundirse.

 Tanta exhibición no puede llevar a nada bueno, dicen muchos analistas, y hay quienes ya ve un futuro lleno de hijos que, acompañados de su abogado, acuden a los geriátricos para pedir responsabilidades a sus viejos: aquel perfil que colgaron cuando niños ha sido seguido por delincuentes y les acaban de vaciar la cuenta bancaria.

 Nunca debiste cruzar ese Misisipi, papá (mamá). Colgaste mi nombre, mi edad, la fecha de mi nacimiento, el nombre de mi colegio y hasta el de mi mascota y con eso han pirateado mi contraseña para hacer préstamos fraudulentos y transacciones con tarjeta de crédito. Y esto sin entrar en el ciberacoso que padecí en el colegio y la cibersuplantación de mi personalidad. Debiste pedirme permiso.

 Pero al padre (o a la madre), devorado ya por el vacío existencial, solo le queda sonreír desde el gesto espectral del Alzheimer. Otros, más lúcidos, le dirán que puestos a pedir responsabilidades a ellos tampoco les pidieron permiso para traerles a este mundo y acabar en un geriátrico; y, en plan calderoniano, concluirán con aquello de que “el delito mayor del hombre es haber nacido” y que “sólo quisiera saber, para apurar mis desvelos, dejando a una parte, cielos, el delito de nacer, ¿qué más os pude ofender para castigarme más?”.

  Y entonces ese hijo del futuro le dirá que tendría que haber comprobado los ajustes de privacidad, que debió revisar regularmente las cuentas en las redes para evitar que cayeran en manos de delincuentes, que tenía que haber desactivado las funciones de ubicación y geolocalización y lo más elemental: que no debió mostrar su cara de niño ante tantos contactos ni grabar su “lengua de trapo” que tanto cachondeo ha provocado en la oficina.

 Y mientras abronca al abuelo recibe un vídeo de su mujer: una entrañable grabación de su bebé diciendo por primera vez “¡pa…pá!” y un mensaje: “se lo he enviado a todos nuestros contactos”.



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