Operación derribo

estatuas

(20/07/2020) Ahora que la furia iconoclasta ha vuelto a desatarse (Colón, Cervantes, Isabel la Católica y otros están en el punto de mira tras las protestas en Estados Unidos), recordando a aquellas que a lo largo de la historia llevaron al hacha o a la hoguera a tanta efigie, los amantes del arte y de la historia buscan remedio a tanta barbarie para evitar que caigan del pedestal aquellos a los que habían alzado a lo más alto ideologías y valores caducos para algunos.

 Conscientes del problema y de que no hay escultura que resista el juicio de los siglos al abrirse la veda revisionista-cualquier ídolo o héroe tiene su lado oscuro y antes o después acabará aflorando-, intentan dar soluciones como quien da palos de ciego ante la perspectiva de que tanto ilustre termine cayendo, antes o después, por el hueco de la escalera de la historia.

“Me dijiste que era como un ángel/ que era digna de la realeza/ me pusiste en un pedestal/ y luego me dejaste tirada, me dejaste tirada…”, cantan las efigies emulando quejosas a Billie Holliday en su “You let me down”.

 Por eso hay quien plantea como solución emplazar a los museos a tanto emérito que se adorna en los parques con el corto vuelo de las palomas y colocar, en su lugar, héroes o personajes mitológicos que al existir solo en el imaginario colectivo, estarían libres de la culpa que persigue a los homínidos desde Caín.

 Pero se equivocan. Porque los dictadores de la corrección política  terminarán argumentando que la diosa Cibeles (que señorea la plaza homónima en la capital de España) ha terminado decantándose por un equipo de fútbol en vez de guardar la ecuanimidad exigible a los dioses. Incluso los habrá que la tachen de cruel y digna de derribo por haber condenado a los amantes Hipómenes y Atalanta -después de transformarlos en leones- a tirar eternamente del carro que conduce y sin poder mirarse el uno al otro. ¿Hay peor castigo para dos amantes?

 Lo mismo pasaría con Neptuno. Al dios de las aguas, los bárbaros iconoclastas, terminarían acusándolo de dar sus colores a otro equipo y de cabalgar sobre las olas con caballos blancos que ocasionan, con sus boñigas,  la consiguiente contaminación de los océanos y el inevitable cambio climático.

 Para poner remedio a tema tan espinoso hay quien aboga por tapar convenientemente las esculturas según ganen unos y pierdan otros los correspondientes comicios. Si -suponiendo que hablamos de Colón- quien los gana ve en el personaje a un defensor del colonialismo, le ocultará convenientemente durante su mandato para que no hiera la sensibilidad de sus votantes. Pero si quien los gana ve en el aludido a todo un héroe que arriesgó vida y dineros por ensanchar el mundo y la fe, descorre el velo para que todos admiren al ídolo.

 La medida tiene la ventaja de lo reversible y de respetar la memoria histórica de cada cual que, además de ser tendenciosa e interesada, suele responder al oportunismo político de quienes nos desgobiernan.

 Por aportar mi granito de arena a un problema que se ceba con los ilustres que cometieron el delito de tener, como todos nosotros, su lado oscuro, propongo que, para respetar lo esculpido y aumentar el trabajo de tallistas y escultores, se alce, al lado de cada estatua otra que lo represente ajeno a sus glorias, con el gesto torticero del mal que de seguro cometió (como todos). Una especie de hombre demediado a lo Ítalo Calvino que haga referencia a las fuerzas contrarias que pugnaron en su interior (como en todos nosotros) para convertirlo unas veces en ángel y otras en demonio.

 Porque todos somos seres divididos, que caminamos, desarticulados y sin rumbo fijo, por la historia. Hombres y mujeres con matices que, lejos de ser de una pieza, arrastramos nuestra personalidad maniquea unas veces hacia el bien y otras hacia el mal.

 La ventaja de estas estatuas duales consistiría en que mientras unos cantan aleluyas y ponen coronas de laurel al lado bondadoso del personaje, otros puedan lanzar todo tipo de hortalizas e insultos al que representa su lado menos amable para luego irse todos a tomar un café.

  Solucionado el tema de las estatuas, habrá que afrontar el de las efemérides.

Porque quitar el “Día de Colón” para poner en su lugar el “Día de los pueblos indígenas” llevará a futuros revisionistas de la historia a indagar en  la cultura de estos, para concluir que, lejos de hallarse ante “buenos salvajes” roussonianos, libres de culpa en su paraíso, se encuentran ante homínidos que medraron en el territorio eliminando a las tribus vecinas. Algún descendiente de aquellas tribus masacradas cuyo ancestro evitó lo peor sumergiéndose en una poza, exigirá lo exigible cuando llegue su hora. Que llegará.

Y así hasta los neandertales. O hasta Caín.

 



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