La envidia y el Nobel

 envidia

(20/01/2018) No deja de llamar la atención que casi todos aquellos que tienen algún tipo de reconocimiento, premio o galardón en el mundo de las letras, den, tras los actos de entrega y los correspondientes aplausos, un discurso bañado en disculpas y modestias por haber sido ellos los agraciados, explicando a micrófono abierto que es excesivo, que otros lo hubieran merecido más que ellos, que mil perdones… como si se viesen obligados a presentarse como menos brillantes o menos felices de lo que están en ese momento para no provocar envidias en el auditorio.

Pero si uno se asoma a la historia de la literatura  y más en concreto a la de los premios literarios comprueba que no les faltan motivos  a quienes así obran, teniendo en cuenta lo mal que se asimila el éxito ajeno en cualquier arte y por supuesto también en el literario.

Concha Espina, la escritora española que estuvo más cerca del Nobel, perdió, allá por 1926, el prestigioso premio frente a la italiana Grazia Deledda.

Nominada en numerosas ocasiones al Nobel de literatura y candidata finalista en 1926, 1928 y 1929, la Real Academia Española de entonces le negó el voto por el que, al final, perdió. ¿Machismo?, ¿envidia?…

Vicente Aleixandre, poeta de la generación del 27 y premio Nobel de Literatura en 1977, se “disculpó” al saberse ganador de tan importante premio asegurando que era un reconocimiento para toda una generación de la que él se consideraba “como uno más”. No le faltaban motivos para sentirse “culpable” por recibir el galardón. El premio, su premio, fue mal acogido por miembros de su generación literaria y por sectores políticos que pensaban que autores como Rafael Alberti o Jorge Guillén lo merecían más que él. Este último, propuesto para recibir el Nobel por distintas universidades francesas, italianas y norteamericanas, le escribe a un amigo las siguientes palabras: “Bien está el Premio Nobel para Aleixandre, pero le tendrían que haber dado el de la Paz”.

Y José Echegaray tras recibir el premio Nobel de Literatura en 1904 hubo de sufrir una carta en protesta por la concesión, firmada por escritores españoles entre los que se hallaba Valle-Inclán.

Sí. Ya sabemos que hay premios inmerecidos. Que hay editoriales que organizan premios para otorgárselos a sus escritores. Que muchos premios están amañados y dados de antemano a quienes más rentables resultan. Que hay concursos que con la mejor de las intenciones premian mal. Que como diría Nicanor Parra los premios son para los espíritus libres y para los amigos del jurado. Que glosando al escritor Fernando Iwasaki y al título de uno de sus libros tendríamos que gritar “España: aparta de mí estos premios”. Lo sabemos.

Pero lo anterior no quita argumentos a quienes habitan el estado mayor de la envidia que decía Gasset.

El propio Alfred Nobel habitó dicho estado si hemos de hacer caso a quienes aseguran que el sueco no creó el Premio Nobel de Matemáticas porque al parecer estaba resentido con el matemático Gösta Mittag-Leffler, sueco y candidato a ser galardonado, por haberle robado una novia. ¿Resentimiento?, ¿envidia?…

El lenguaje, que no es neutral, lo demuestra en el habla cotidiana. Si los amigos te dicen que han estado de vacaciones en Punta Cana, lo primero que les lanzamos antes de que nos expliquen algo sobre su viaje es un “¡qué envidia!” y nos quedamos tan anchos. Y si alguien nos sorprende contándonos cómo su hijo se ha colocado en la Bolsa, soltamos de inmediato un “me alegro”, como si no fuera una obviedad el alegrarse o, lo que es más turbador, como si la alternativa a la feliz noticia fuera un “me entristece que a tu hijo le vaya tan bien”. El lenguaje como digo no es neutral. Lleva siglos tejiendo su estructura y a veces se le nota. “Por la boca muere el pez”.

Hay una propensión por parte de los plumillas a dos enfermedades terminales: la envidia y la vanidad. Por eso, sabedores del pie que cojean se muestran tan cautos, humildes y resignados cuando reciben cualquier tipo de premio. Saben que “dónde las dan, las toman”.

La envidia es planta estéril que además de procurar acidez de estómago a quien la toma, le disminuye y enflaquece cual habitante de Liliput.

Como diría don Francisco de Quevedo: “la envidia va tan flaca y amarilla porque muerde y no come”. Y él sabía muy bien lo que se decía.

También lo sabía Fray Luis de León cuando dijo aquello de “aquí la envidia y la mentira me tuvieron encerrado”. O cualquiera de nosotros cuando decimos que algo bueno “es envidiable”.



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