En el nombre del hijo
(10/07/2025) Hace tiempo que se nos fue de las manos. Me refiero al hecho antiguo y necesario de poner nombres a los nacidos para distinguirlos de otros de la especie, tradición que antes se resolvía tirando de calendario (el santo del día) y ahora mediante búsquedas agotadoras en las redes sociales e incluso asomándose a esa ventana sabionda que es la Inteligencia Artificial.
El problema ha llegado hasta Japón que además de estar muy lejos, -“mia que está lejos Japón”, que cantaban los de “No me pises que llevo chanclas”-, pone nombres excesivamente extraños a sus bebés. Pero se acabó la fiesta: “los padres japoneses, gracias a los últimos decretos gubernamentales ya no tendrán vía libre para poner cualquier nombre a sus retoños” anuncia un titular. Nada de poner nombres “resplandecientes o brillantes” que tanto dolor de cabeza causan a los encargados del registro y que en el peor de los casos llevarán a que se burlen sus compañeros de clase. Nada de poner nombres que responden a personajes o marcas famosas como Pikachu (de Pokemon), Naiki (Nike) y Daiya (Diamante) y menos el poner nombres extravagantes como Ōji Sama (Príncipe) o Akuma (Diablo), claman las autoridades del País del Sol Naciente (que eso es lo que significa Japón o Nippon en japones, lo que demuestra que la tendencia a poner nombres “brillantes” viene de lejos).
Pero esto pasa en Japón que está muy lejos, como se dijo, pero ¿qué pasa en España? Pues que los padres llevan tiempo conjurándose para dotar a sus retoños de nombres que les aporten una gran personalidad o una personalidad única (algo que ellos que se llamaron, Pedro, María, Juan, Ana, Pablo, Teresa, … no tuvieron, al parecer). Y así nos encontramos con nombres como Adriel que significa “rebaño de dios”, con Agni que es el dios védico del fuego, con Alfio que es “blanco” en griego, Asher (afortunado o feliz) o Brail del que se desconoce su significado pero que, según las casas de apuestas, asegura la nula coincidencia con el nombre de sus amiguitos de infantil que es, al fin y al cabo, de lo que se trata. Podríamos seguir con Chay que significa “él se agrandará” en hebreo, con Ciro (“mando o autoridad” en griego), con Elm (“protección” en italiano), con Eñaut, Esko, Farid, Guido, Inder, Iol, Carel … y así hasta el agotamiento.
Pero como comenté más arriba ahora todo se aclara -o complica, ¡vaya usted a saber! – preguntando a la IA, algo que ya están haciendo muchos progenitores. Un entendido en el tema me dice que no es raro que alguien le pregunte al ChatGPT “dime los nombres que dotarán de gran inteligencia a mi hija” o “dime qué nombre debo poner a mi hijo para que sea feliz”.
Y es que hasta ahora lo que primaba era la ocurrencia, padres que, descartando la tradición de ir al santoral o de poner el nombre del abuelo, ponían el nombre que se les ocurría mientras caminaban a los juzgados, conscientes que daba lo mismo llamarse Marcelino que Luis Alfredo. Que era lo mismo llamarse Maruja que Cristal. Y que los nombres no saben a nada por más que Serrat cantara aquello de “Tu nombre me sabe a yerba”. Pero luego vino lo de distinguirse y todo se lió.
Que se sepa, aún no hay noticias sobre el hecho de que alguien, harto de que la IA termine poniendo el mismo nombre a toda una generación, esté buscando para su hijo algún nombre numérico -algo usual entre presos e internos en campos de concentración-, pero todo se andará. Ya saben: si algo puede suceder termina sucediendo. De momento en las redes sociales ya es costumbre, entre los adolescentes, escribir de forma codificada sus afectos o sentimientos. Si se encuentra un 737 en la pantalla de su hijo no es que le haya dado de repente por las Matemáticas, es algo más sencilla. le está dando las “buenas noches” a vete a saber quién. Y si lee 1543, olvídese de que esté escribiendo algo sobre Carlos V y se haya aficionado por fin a la Historia. Nada más lejos de las apariencias: según el nuevo código que circula en TikTok entre los más jóvenes, su hijo está diciendole a alguien “siempre te voy a querer”. Y podríamos seguir con otros códigos: 143 (“te amo”), 9080 (“quiero tenerte a mi lado”), o 687 (“lo siento”).
Viendo este antecedente numérico en la expresión de sentimientos entre los jóvenes ¿por qué no pensar que la codificación llegará también a los nombres? ¿Por qué no pensar en que estos muchachos cuando sean padres terminarán poniendo 3, 1416 a su bebé (al que cariñosamente llamarán Pi), o 1, 618, que es uno de los números más bellos, el número áureo, (y al que se le podrá nombrar como Aurelio o como Aurelia, pues el número no entiende de géneros)?
Uno, que lleva ya demasiados artículos a sus espaldas, recuerda que hace poco escribió algo parecido con el título de “Rebuscado sea tu nombre” (ahí va el enlace). Por eso quiero terminar arrepintiéndome de ser tan cansino y encima de repetirme. 687, 687 y 687.