El libro herido

maltrato

(10/04/2018)  Si robar un libro pudiera ser considerado como un desordenado acto de amor por parte del lector hacia una determinada obra o hacia el autor de sus sueños, y que resultaría, por lo demás, inalcanzable para su economía, no ocurre lo mismo con quienes maltratan los libros

 El maltratador, sea cual sea el objeto de su maltrato no busca otra cosa que hacer daño, sin obtener ventaja alguna, a no ser la patológica y enfermiza de disfrutar de su barbarie, de su sadismo.

 Por eso quiero escribir sobre quienes maltratan a los libros conscientemente -no entran aquí los que lo hacen accidental e involuntariamente -, a sabiendas del daño que hacen.

¿Quiénes se esconden detrás de estos energúmenos que se ensañan con el libro?, ¿a qué perfil de personalidad responden?, ¿son escritores frustrados que no han soportado su incapacidad de producir obra alguna?, ¿son resentidos de la editorial que no premió su obra?, ¿son lectores indignados ante la temática de la obra o ante lo consideran basura literaria?, ¿o son simplemente enfermos que odian al mundo y maltratan tanto lo que se mueve como lo que no?

 Nunca lo sabremos pues, que yo sepa, no se ha hecho ninguna investigación a fondo ni hay tesis doctoral alguna sobre estos bárbaros.

 Como en el robo de libros, al que ya dediqué un artículo, también el maltrato de libros viene de antiguo. De los tiempos de los catenati, por lo menos.

 Y no me estoy refiriendo aquí a la quema de libros que practicó el dominico Girolamo Savonarola en su “hoguera de las vanidades” allá en la Florencia de los Médici, ni a los libros echados al quemadero por los inquisidores de todos los tiempos, tampoco a los “Jorge de Burgos” que como aquel fanático monje que tan bien describió Umberto Eco en El nombre de la rosa prefirió incendiar la biblioteca antes de que pudiera salvarse el segundo libro de Aristóteles “porque tal vez éste enseñase realmente a deformar el rostro de toda verdad, para que no nos convirtiésemos en esclavos de nuestros fantasmas”.  No.

 Me refiero a los que con saña incomprensible y rabia desatada rompen, rasgan, ensucian, pringan, tachan, emborronan, arrancan, tiznan, destrozan… con fines perversos los libros.

 Maltratadores que disfrutan en su sadismo sin otro objeto que el de hacer el mal ensañándose con el indefenso libro que cae en sus manos.

  Y no es que comprenda a los autores de las hogueras a los que antes me referí, pero en ellos había al menos la búsqueda de una verdad. Una verdad maligna y equivocada, sí, pero que ellos en su fanatismo consideraban plausible y salvadora.

 Por eso, como los ladrones de libros, los maltratadores tuvieron también sus amenazas. Vean:

“Quien maltrata un libro, lo deshoja, descabala, emborrona, destruye, hurta o esconde, se confiesa impúreo, blasfemo de la razón y alcahuete, que quiere evitar a otros lo que su ánimo flébil le impide entender”.

 No está claro el origen de esta cédula que lejos de amenazar con la excomunión como aquella de los ladrones de libros, se conforma con llamarlos impúreos, blasfemos, alcahuetes y de ánimo flébil.

 He buscado la definición de “impúreo” en el diccionario de la RAE sin obtener resultado alguno.  El buscador, por proximidad gráfica, me remite a espúreo o espurio  que significa “bastardo, nacido fuera del matrimonio” y nunca sabremos si fue fallo o equivocación  del autor de la cédula o que dicho término, que tuvo uso en otros tiempos, no fuera recogido por los académicos de la lengua de entonces. ¿Motivos? Me cuesta creer que un académico, hijo de mujer soltera, al que le habrían insultado como “bastardo” o “hijo impúreo” desde su más tierna infancia, se hubiera tomado la revancha de no incluir dicho término en el diccionario en el que trabajaba. Que también en otros tiempos hubo partidarios de la censura y de lo políticamente correcto. También.

 Más suerte he tenido con flébil, término al que el diccionario de la Academia define como “digno de ser llorado” en la primera acepción y como “lamentable, triste, lacrimoso” en la segunda.

  Ahora, cuando llega la “Feria del Libro Antiguo y de Ocasión” a la ciudad, mientras hojeo con delicadeza los libros que han acariciado tantas manos permitiendo que hayan llegado hasta nosotros, no puedo por menos de pensar en aquellos que el librero ha retirado de la circulación por hallarse en mal estado.

Seguramente en algún momento de su existencia cayeron, ¡ay!, en manos de bastardos, blasfemos, alcahuetes y otros hombres lamentables.



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