Cosas de la edad

edad

(10/9/2015) Se estaba haciendo viejo.
Constatar el paso inmisericorde de los años -la edad es una asesina, decía- no le había llegado, como era lo normal, por el aumento de canas o la disminución de masa corporal. No. Tampoco por el aumento de visitas a tanatorios y cementerios.
Se daba cuenta de que se estaba haciendo viejo porque cada vez era más locuaz con personas a las que apenas conocía y a las que antes solamente respondía con un escueto saludo o con una breve despedida.
Era aquella inusitada capacidad para conversar con personas ajenas a su círculo de amigos lo que le confirmaba en una antigua sospecha: se estaba haciendo viejo.
Antes, en sus años jóvenes, se mantenía callado ante el peluquero, deseoso de entrar en conversación con sus clientes, o ante el camarero de bar, empeñado en llevarle y traerle a la charla por vete a saber qué motivos, o ante los usuarios del centro de salud con quienes compartía asiento en las horas de espera.
Para lograr el deseado mutismo había desarrollado una serie de estrategias que le conducían casi siempre al éxito: cerraba los ojos en la peluquería como budista entregado a la meditación, leía el periódico en el bar, sin prisas, al ritmo de sus sorbos de café, y se acompañaba de un buen libro cuando acudía a la consulta médica.
Llegaba al bar con un “buenos días” y tras pagar religiosamente la consumición se despedía con un escueto “hasta luego” tras haber ojeado el periódico que aparte de informarle de los asuntos del día le permitía alejarse de camareros campechanos ansiosos de hablar de lo divino y de lo humano. Y hasta la próxima.
Y con la pescadera lo mismo. Por más que se interesaba por su vida o por el tiempo, que es el recurso de los desesperados por hablar, no lograba arrancarle una sonrisa ni cuando le ayudaba con las bolsas.
Pero últimamente veía con asombro como aumentaba la charla con su peluquero, como intercambiaban anécdotas e incluso cómo se permitía hablar sobre su vida personal con el rapabarbas, algo impensable tiempo atrás.
Constataba la extraña habilidad de los viejos para entablar amistades en el consultorio médico, en la tienda del barrio o en el banco del parque. Aquella terca insistencia en hablar de su mundo, de su vida, de su pueblo, de su oficio, con gente a quienes no les importaba ni un comino sus andanzas, tenía que tener su “por qué” como lo tienen los comportamientos que desarrollamos a lo largo de nuestra vida.
Y dándole vueltas al asunto había llegado a la conclusión de que se trataba de un problema de soledad y de autocensura.
Era la soledad compartida de los viejos la que, según sus conclusiones, les empujaba a hablar por los codos con el primero que se pusiera en su punto de mira. Pero también la falta de autocensura, pudor o timidez que suele acompañar a la gente joven a la hora de contar cosas de su vida. Celosos de algo que consideran suyo y que no se debe compartir.
“La lengua está condicionada por los convencionalismos y por los pactos con los demás hablantes” nos dice Javier Marías. Y uno piensa que sí, que es cierto, pero que el habla además de por los convencionalismos está condicionada por la edad.
A cierta edad ya no funciona esa censura que nos imponemos para hacernos sobrios en el habla, celosos de lo íntimo, parcos en el compartir… entre otros cosas porque nos damos cuenta que a cierta edad no hay nada que ocultar, nada que callar. Y que compartir vivencias cuando el pasado está en creciente y el futuro en menguante es algo natural y obligado.
Y a él le estaba pasando esto. En su última visita al bar, lejos de conformarse con saludar al camarero le había preguntado por el verano, por su lugar de vacaciones. Y la charla los llevó a derroteros de vida personal, a compartir mundos celosamente guardados desde la infancia.
Constató así que se estaba haciendo irremediablemente viejo.
Siempre había odiado aquella costumbre tan española de hablar por hablar, de hablar por los codos, alto y fuerte, y que hombres como Borges habían estudiado hasta el punto de escribir que “los españoles hablan como si desconocieran la duda. Hablan con un énfasis que es el de quien desconoce la duda”.
Pero ese énfasis y esa verborrea aumentan con la edad donde, comprobaba, se hablaba de cualquier tema, sin que viejas censuras ametrallasen el recuerdo, hasta olvidar el viejo consejo del filósofo Ludwig Wittgenstein que dijo aquello tan sabio de que “de lo que no se puede hablar, mejor es callarse”, aunque él se refiriera al discurso metafísico.
Se estaba haciendo viejo.
Un cambio se estaba dando, sin duda, en el área de su cerebro relacionada con el lenguaje.
Las compuertas de su silencio hacían agua, prestas a reventar.
Había sido siempre celoso de su intimidad y nada entregado a contar “batallitas” de la mili o amores de cuando Maricastaña. Su actitud había sido siempre tan contraria a “desnudar su vida” que a quienes redimían a tanto viejo entregado a contar sus experiencias -los viejos necesitan compartir temores, vivencias y experiencias, decían- les respondía siempre con una frase del escritor Guerra Garrido “hay quienes creen que tienen treinta años de experiencia y lo que tienen es un año repetido treinta veces”.
Pero últimamente comprobaba el declive de las propias convicciones.
Mientras pasaba unos días de descanso en Pontevedra, me dijo, sin saber cómo ni por qué, se había puesto a hablar con el señor del Kiosco sobre sus tiempos de recluta en Figueirido.
No cabía la menor duda. Se estaba haciendo viejo.



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