Ahora que vamos deprisa

prisas

(20/12/2018) No sé a ustedes, pero a mí me da la sensación de que la prisa aumenta a medida que se acerca la Navidad.

“Prisa, tu nombre es Navidad”, podríamos decir parafraseando a Shakespeare  que, por boca de Hamlet, dijo aquello de “Fragilidad, tu nombre es mujer”.

 Fíjense, si no lo han hecho ya, en cualquier tramo de la calle que transitan a diario y comprueben cómo la velocidad pedestre de sus vecinos ha aumentado, y se cercioren, a medida que pasen los días, que dicha carrera se incrementa al acercarse las fiestas, adquiriendo su punto más elevado las mañanas de Nochebuena y Año Viejo y la víspera de Reyes.

 Es como si nuestro reloj biológico acelerara su ritmo ante lo que se avecina: la llegada de una felicidad que todos nos desean y que no sabemos muy bien en qué consiste, un final de año que vemos como meta que hay que cruzar cuanto antes, unas ansias inexplicables de terminar rápidamente con lo viejo (Año Viejo) y comenzar lo nuevo (Año Nuevo). No sé.

 Pero no es solo la velocidad de los viandantes lo que se incrementa durante estos días. En  proporción directa aumentan también los objetos que acompañan a cada cual en el trayecto.

 Como si de una carrera de obstáculos se tratara, vean como sus vecinos, cual burros de carga, llevan pesos añadidos en sus extremidades superiores que dificultan su caminar y hacen más heroica su marcha.

 Con una mano sujetando varias bolsas, con bolsos colgados en bandolera del brazo contrario, con la mochila en la espalda y el imprescindible móvil en la mano que les queda libre, se abren paso a toda prisa por la Avenida y asaltan semáforos mientras arrastran el carrito de la compra y canturrean un villancico: “ande, ande, ande, la marimorena…”.

 Si en esta carrera hacia ninguna parte, si en este maratón urbano de todas las navidades, se encuentran con ese amigo al que no ven desde hace meses, procuren no entretenerle. Les dirá que está liadísimo, que lleva todo el día de acá para allá como pollo sin cabeza, que le es imposible detenerse y que “a ver si nos vemos cualquier día”… Y hasta luego, Lucas.

 Puede, incluso, que se cruce con algún conocido que, sin tiempo para detenerse, le diga mientras se aleja que va a clase de yoga porque “me encuentro muy estresado estos días”. Así somos.

 Lo grotesco de todo esto es que creemos que la prisa nos hace más importantes. Compartimos la creencia de que la prisa nos muestra como más productivos, más ocupados y que esta ocupación nos reviste del prestigio de un gran profesional. Craso error.

“Tanta prisa tenemos por hacer, escribir y dejar oír nuestra voz en el silencio de la eternidad, que olvidamos lo único realmente importante: vivir” dijo el novelista escocés, R.L. Stevenson, hace más de cien años. Y nuestro Gregorio Marañón hizo lo propio cuando vaticinó que “en este siglo acabaremos con las enfermedades, pero nos matarán las prisas”.

 En fin, que aquello de “Y ahora que vamos despacio, vamos a contar mentiras” hoy sería un imposible. Nos falta tiempo para todo y creemos equivocadamente que la prisa es la solución.

 Compruebe cómo muchos vecinos le desean felices fiestas, pero sin detenerse, sin tiempo para alargar esas dos palabras e interesarse por su vida. Todo les corre prisa.

 Es lo que ya se conoce como “la enfermedad de la prisa” que llegó hace décadas para quedarse y ya forma parte de nuestro estilo de vida.

 Y si eso ocurre todo el año, en Navidad la aceleración se multiplica.

 Hagan la prueba, caminen a un ritmo lento, pausado, a baja revolución, y comprueben cómo estarán a punto de ser arrollados por los acelerados, cómo hacen maniobras futbolísticas para adelantarles y cómo les mirarán de reojo como si ustedes fueran impostores de sus quehaceres mientras se acuerdan de sus muertos.

 La calma, la quietud, la serenidad, la meditación, la reflexión, la maduración, el sosiego, son términos extraterrestres que llegaron cuando Maricastaña para no quedarse.

 Todos amarrados al duro banco de la galera turquesa que es la prisa. Todos convertidos en consumidores compulsivos impulsados por el venenoso diésel de la falta de tiempo.

 Dicen que Steve Jobs, uno de los padres de la era digital, que tanto sabía de prisas, afirmó en su lecho de muerte: “Soy un fracasado. He jodido lo importante, el amor, la familia, los amigos”.

 Quizás ha llegado el momento de cocinar nuestra vida a fuego lento. ¿Quién se atreve?



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