A urgencias

(30/11/2008) Ir al hospital, al servicio de Urgencias, se convierte en toda una aventura urbana que en nada tiene que envidiar a un safari por el Congo o a una incursión por la Selva Amazónica. ¿Exagero?
Los múltiples imprevistos que acosan al enfermo y a quienes le acompañan se inician desde el momento en que se intenta aparcar en el centro hospitalario -hecho improbable vayas a la hora que vayas- hasta que retornas a casa -en el caso de no pasar a Planta-  tras pasar por distintas salas de “tortura”: sala de ingreso, sala de diagnosis o valoración de la gravedad, sala de consulta con el médico generalista, sala de consulta con el médico especialista, sala de espera, sala de observación, sala de rayos, etc. Todo un laberinto de situaciones que escapan a cualquier racionalidad y que pueden llevarte desde estar unas pocas horas a permanecer todo el día en brazos del que según dicen es uno de los mejores Sistemas Sanitarios del mundo.
Por eso, en mi última visita con un familiar muy anciano, convencido de la imposibilidad de encontrar aparcamiento en muchas leguas a la redonda del recinto médico, opté por el taxi. El taxista, un hombre amable y buen conversador, llegó con la puntualidad de un dolor y me sorprendió cuando al inicio del trayecto me dio a elegir entre dos itinerarios posibles.
- Vaya por donde crea más conveniente –le respondí algo contrariado.
Él justificó su pregunta asegurando que hay individuos que una vez que ha tomado determinada ruta se quejan de que hay otras que hubieran conducido con mayor prontitud al pobre enfermo al Centro de Salud.
- No es mi caso -le tranquilicé- pues pienso que lo fundamental es llegar y que el mayor o menor retraso en el acceso depende de factores externos a los mismos itinerarios.
Animados por estos acuerdos iniciamos una conversación sobre el tema viario y sobre lo inútil que resulta ir con prisas a cualquier cita.
- Mire -le dije- esta tarde tengo entrada para ver un musical en el Teatro Calderón. Será a las 6 de la tarde y no creo que pueda verlo aunque ahora el reloj marque las diez de la mañana y usted sea todo un “Fernando Alonso”. La experiencia me dice que estaré todo el día en la Sala de Espera…
- A qué hora te gustaría estar en casa -me preguntó de repente cuando nos acercábamos al punto de llegada.
- Con poder estar en casa para comer me daría con un canto en los dientes -le respondí por decir algo, y con menos fe que un ateo contumaz.
- Aprieta los puños así y deséalo con intensidad, con fuerza -me espetó con un gesto que me pareció infantil, innecesario y hasta peligroso cuando dejó el volante a su suerte.
Al ver que no seguía sus consignas, próximo a la recriminación ante mi poca fe en su medicina, me dijo que ya lo haría él por mí y que a las dos de la tarde estaría en casa.
Luego todo se desarrolló como en otras ocasiones: ficha de ingreso, sala de espera, sala de valoración, sala de espera, sala de consulta, otra vez sala de espera, sala de observación, sala de espera una vez más….
Mientras esperaba leí el periódico de cabo a rabo y pensé en el musical “Hoy no me puedo levantar”, uno de los éxitos del grupo Mecano, que con toda seguridad me perdería al no poder levantar mis posaderas ¡ay! de la maldita Sala de Espera.
Pedí una ambulancia cuando tras la estancia en la Sala de Observación me comunicaron que no era necesario el ingreso en Planta.
- Se trata de una infección. Con tomar estos antibióticos cada ocho horas será suficiente- me aclaró el médico con una amabilidad exquisita.
La ambulancia es otra de las loterías del hospital. Cuando recurres a su servicio te puede caer “el gordo” o “la pedrea”. Depende. La última vez, tras un retraso de horas y una espera desesperada en la Sala de Espera -y no estoy de humor para trabalenguas-, la ambulancia tuvo que recoger a otros enfermos y llevarles a barrios distintos y distantes con la lógica desesperación de quienes no veíamos la hora de llegar a nuestro hogar (además era verano y el aire acondicionado no era conocido por el viejo vehículo). Pedrea.
Pues bien, el amable conductor llegó en esta ocasión cuando aún no habíamos abandonado la Sala de Observación y, lo que es más importante, sin otros enfermos que repartir por barrios y plazuelas. El Gordo.
Cuando llegué a casa cansado hasta el agotamiento -no hay como la situación hospitalaria para dejarte baldado, ya seas enfermo, ya acompañante- oí que el reloj de la Iglesia de La Inmaculada daba las dos de la tarde.
¡¡Quién demonios sería aquel taxista!!



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