Poeta, censor y grafitero
(30/06/2017) Corren malos tiempos para los cazadores de incorruptibles. La vida de las grandes estrellas del firmamento artístico suele deparar sorpresas a poco que se rasque en su biografía, a nada que los estudiosos profundicen en los archivos que atesoran retazos de su existencia.
También la vida de los escritores y sobre todo la de aquellos que nos han presentado como adalides del bien y de la virtud, entregados en cuerpo y alma a una obra que les haría universales y ajenos a las mezquindades del mundo.
Que haya habido oficios variopintos desempeñados por quienes se han dedicado a la tarea literaria y cosechado éxitos mundialmente reconocidos, es algo que a pocos, extraña; que uno de esos oficios haya sido el de “censor de novelas”, tampoco, pero que lo haya desempeñado un romántico soñador, ajeno, en principio, a las miserias de la existencia humana e idealista hasta las cachas, ya es harina de otro costal.
Gustavo Adolfo Bécquer, paladín del romanticismo y prestigioso autor de Rimas y leyendas fue nombrado “censor de novelas” por el gobierno de Narváez, aquel militar que pasó a la historia como El Espadón de Loja.
El nombramiento a tan alto cargo, le fue otorgado por su amigo y ministro de la gobernación, Luis González Bravo, que se hizo tristemente famoso por haber protagonizado la “Noche de San Daniel” -10 de abril de 1865-, ordenando a la guardia civil reprimir una manifestación de estudiantes de la Universidad Central de Madrid que terminó en un baño de sangre.
La caída de Narváez debido a aquellos acontecimientos, obligaron al poeta a dejar el cargo, dedicándose a colaborar en la revista El Museo Universal.
Como los tiempos eran tornadizos y la alternancia en el gobierno era la moda a seguir, cuando vuelve Narváez al gobierno, en 1866, Bécquer volverá a ostentar el cargo de “censor de novelas” hasta la Revolución de 1868.
¿Cómo un cargo fundado por la reacción antiliberal pudo ser aceptado por un soñador que no reconocía ni rey ni amo? Los biógrafos tienen mucho que investigar para encontrar otros motivos que, además de los monetarios -el cargo se pagaba muy bien-, expliquen la aceptación del vate.
Y es que uno, adoctrinado desde que lució capillo por padres y maestros, se imaginaba un Bécquer romántico desde la cuna, inmune a los desatinos del vivir, entregado a sutiles meditaciones y contemplando, en cualquier caso, el arpa arrinconada en el salón oscuro, esperando la mano de nieve que la arrancara del aburrimiento. Pero no.
Bécquer, a Dios gracias, fue como todos nosotros, sublime y canalla, modoso y gamberro, casero y juerguista.
Aquel Bécquer impecable e inalcanzable, libre de todo mal, nos producía la alergia de los santurrones que, por picar tan alto, nunca nos sirvieron como modelos.
No. Bécquer no fue un Bukowski, pero tampoco un ángel preñado de romanticismo, y menos el pegajoso poeta que esperaba aburrido a que las oscuras golondrinas colonizaran el balcón de su adorada.
Sus amigos decían que era “algo arrogante y juerguista, soñador y orgulloso”.
Soñador, sí, pero también juerguista y grafitero decimonónico como atestiguan las piedras de San Clemente el Real de Toledo, donde tras una noche de juerga estampó su firma junto a la de su amigote, el ilustrador Ildefonso Núñez de Castro.
Pero seamos sinceros, aquella tropelía toledana lejos de alejarnos del poeta nos acerca freudianamente a él, porque ¿quién no ha soñado alguna vez en su vida, en dejar grabado su nombre en las pirámides de Egipto?
En cualquier caso se ha pretendido dar una imagen idealista y romántica del poeta, saltando por encima de otros detalles que son los que de verdad dan sustancia a una vida y a una obra.
Esos matices, esos claroscuros en la existencia de cualquier persona, esas contradicciones de las que pretenden despojarles aduladores y hagiógrafos, hacen creíbles las biografías de los grandes de la humanidad y les acerca a nosotros.
Convendría, cuando las efemérides lleguen, que los biógrafos de tanto ilustre que ha dejado su huella en el extenso libro del mundo, nos presentaran sus grandezas y sus miserias, su lado más amable y su lado más oscuro. Sólo así entenderemos de verdad su obra.