Guardar la distancia
(20/03/2020) “Dicen que la distancia es el olvido” nos recordaba aquella vieja canción que cantaban los Panchos, pero ahora dicen que la distancia es la salvación, sobre todo si te mantienes a más de dos metros del otro, ese otro que como dijeron tantos agoreros desde antiguo siempre fue el enemigo, “los enemigos son los otros”. Siempre fue así, el enemigo era el diferente, el emigrante, el que pensaba distinto, el pobre de pedir, el del otro equipo, y ahora ese “otro enemigo” es el que se halla a menos de dos metros de distancia de mi república independiente.
Por eso cruzar la trinchera que es cualquier casa donde nos defendemos del enemigo global que llaman coronavirus y que ataca con sus ametralladoras desde el aire, es enfrentarse al enemigo a cuerpo descubierto con la sola defensa de la distancia. Pero cómo me defiendo yo en esta urbe de mis pecados donde hay tantos enemigos con perro que tienen que sacarlos a hacer lo suyo y ocupan la calle estrecha mientras disparan sus flechas envenenadas e invisibles. Cómo me defiendo en el autobús o en el metro donde la distancia es tan corta que sé hasta lo que ha merendado mi compañero de viaje.
Silban las balas al otro lado de la frontera de nuestra calle y nadie guarda la distancia convenida, esos dos metros que dicen salvarnos del enemigo, del infierno que según Jean-Paul Sartre siempre fueron los otros.
Solo en la España vaciada parecen estar cumpliendo la medida. Allí todos se hallan a la distancia convenida. A los metros salvadores. Salen a la calle sin vecino que les incomode, sin bar que les acoja y les contagie, sin metro ni autobuses. Sin AVE. Olvidados de dios y de los virus y con todo el campo abierto para perderse.
“¡Quédate en casa!”, le dice el abuelo rural al nieto urbanita que quiere protegerse de las bombas incendiarias que siembra el fuego amigo en la ciudad superpoblada, “y utiliza lo que siempre manejaste para saber de tu abuelo, el wasapp, el skype, el google hangouts, el facetime y esos otros artilugios que siempre nos tuvieron en contacto virtual”, continua el abuelo mientras da de comer a las gallinas, esos animales de dos patas que escuchan su soledad un día sí y otro también.
Mientras tanto el nieto resiste en la trinchera de su piso hasta que llega lo inevitable: el momento de tener que ir a comprar el pan. El pan o la vida. Armado con el uniforme de la precaución y del miedo, baja las escaleras de su casa con paso raudo para no encontrarse con vecino alguno (el ascensor es un sitio demasiado peligroso donde silban todas las balas), abre el portal sin tocar la manilla y tras comprobar que las aceras están llenas de enemigos con perro, salta a la calzada y, aprovechando que no vienen coches, se adentra en zona prohibida manteniendo la distancia convenida mientras canturrea “a las barricadas, a las barricadas”.
Así hasta que tiene que enfrentarse con lo inevitable, con la panadería atestada de compradores que ni guardan la distancia, ni tosen para otro lado, ni hablan lo justo. Todos esparciendo por el estrecho recinto sus expectoraciones, sus carraspeos, sus toses que son granadas de mano, metralla que explotará antes o después.
Llega a casa como soldado con trofeo ganado al enemigo: la ansiada barra con la que acompañar los garbanzos y alegrar el día. Se siente bien, su autoestima ha aumentado. Sabe cómo protegerse, piensa. Y cuando está a punto de darse una condecoración por el éxito alcanzado, llaman a la puerta:
-Buenos días, -le dice el empleado de correos mientras le ofrece un paquete y le manda firmar en una pantalla.
Y entonces recuerda que hace dos semanas pidió unos calcetines por internet aprovechando una oferta irresistible, mucho mejor que las rebajas del 75% que le ofrecían en la tienda de la esquina.
Firma, despide al empleado, y se adentra en el refugio antiatómico de su hogar.
Mira el interior del paquete. Todo se halla en perfecto orden: el número de calcetines es el pedido y la calidad del producto la exigida. Es entonces cuando sus ojos se detienen en la etiqueta que destaca en el color pajizo del envoltorio. Y allí lee unas palabras que le resultan aterradoras, tanto como el “Littel boy” de la primera bomba atómica para los japoneses de Hiroshima: “MADE IN CHINA”.
Solo entonces se da cuenta de que el enemigo está dentro: un quintacolumnista que se ha colado en su república y al que habrá que neutralizar. Si puede.