Galgos o podencos: el debate
(30/05/2020) Cada cierto tiempo, aprovechando acontecimientos más o menos impactantes, sobre todo estos a los que algunos gurús se refieren como crisis apocalípticas (nada menos), volvemos a hacernos la pregunta del millón : ¿acabará el libro electrónico con el libro en papel?
Pregunta que no solo tiene al libro como destinatario, pues extiende sus negros e interesados augurios a otras formas de acceder a la cultura: ¿acabarán las plataformas con las salas de cine?, ¿terminarán las performances con los museos?, ¿enterrarán las series de televisión a la lectura? Y así siempre, en un “suma y sigue” machacón.
El debate no es nuevo y a nada que se recuerde o se consulten las hemerotecas vemos que siempre que ha irrumpido un medio en nuestra vida, o un revolucionario invento, nos hemos planteado la desaparición de otros que, mira por donde, lejos de desaparecer, permanecen entre nosotros con una salud más que envidiable.
Pienso sin ir más lejos en los enterradores profesionales que cavaron la fosa a la radio cuando llegó la televisión o en los que lloraron la inminente desaparición del cine con la aparición de internet. Y así podríamos seguir hasta llegar al caso que nos ocupa: a los profetas de salón que cada cierto tiempo empiezan a clamar en el desierto la inminente desaparición del libro de papel.
Y lo hacen en plan serio, respaldando sus argumentos en datos y porcentajes, en ejes de coordenadas y cuadros sinópticos que siempre dicen los mismo: que si un porcentaje de lectores de libro se han pasado al electrónico, que si esto, lejos de ser una moda por el confinamiento, puede ser un aviso del fin del libro en papel, que si tal y que si cual.
El debate llega a ser tan constante y cansino que uno llega a pensar en lo peor y a preguntarse si no responderán estas perogrulladas a intereses comerciales. ¿Por qué ese interés machacón en enfrentar los soportes lectores?, ¿por qué se presentan siempre como irreconciliables a la manera de aquello de “o estás conmigo o estás contra mí?
Muchos creemos que lo de pensar en blanco y negro, eliminando los matices, era algo superado tras los acontecimientos y filosofías que llenaron de cadáveres el siglo pasado. Pero no.
Aquí y en la Cochinchina o eres cartaginés o eres romano, o lo ves blanco o lo ves negro, o eres conservador o eres progresista, o lees en papel o lees en digital. No hay término medio, o estás conmigo o estás contra mí.
Extraña que en este batiburrillo profético, en este falso conflicto, casi nadie se plantee que a muchos lectores unos días les apetezca coger un volumen de su biblioteca y otros la tableta de su mesilla de noche. Que unos días necesiten oler el aroma embriagador de la tinta fresca visitando una biblioteca y otros echar mano de la tableta para descargarse los libros que desean leer en vacaciones.
El libro digital y el libro en papel no son incompatibles por más que algunos se empeñen en ello. Disfrutamos con la lectura en nuestra tableta unos días y con los libros de toda la vida, otros.
Pero da lo mismo. Los voceros profesionales de “la tragedia que aún no ha venido pero que está a punto de llegar”, según los índices matemáticos que manejan, seguirán proclamando la desaparición del libro en papel como aquellos psicópatas que han aparecido al final de cada milenio profetizando la llegada del anticristo.
De la lectura apenas se habla. Siendo como es el quid de la cuestión. Lo esencial.
Porque quizá en este debate, como en otros, nos estamos comportamos como los conejos de la fábula que discutían sobre si sus perseguidores eran galgos o podencos, olvidándonos de lo que verdaderamente importa: que lleguen los perros en un caso o que se vayan los lectores en otro.
Personalmente siempre que alguien me plantea sobre si prefiero la lectura en papel o en digital, el café cargado o ligero, el ir a pie o en coche, disfrutar de la ciudad o del campo, siempre me acuerdo de aquella pregunta que nos hacían los parientes en nuestra más tierna infancia. ¿a quién quieres más, a papá o a mamá?
Ya entonces nos dimos cuenta que había respuestas imposibles o peor aún que había preguntas mal planteadas o planteadas por imbéciles. Y algunos ya nos vacunamos, desde entonces, contra la idiotez dialéctica del “conmigo o contra mí”.
Porque lo verdaderamente importante, independientemente del medio, es si se lee o no se lee.
Leer o no leer, esa es la cuestión.