Galdós en el autobús
(20/02/2020) La imagen, aunque cada vez más escasa y quizás debido a ello, sigue impactando mi retina cuando la recuerdo: en el autobús, sentado en uno de los últimos asientos, un hombre de unos setenta años, lee en papel. Está tan concentrado, tan aislado de todo, que muchos viajeros pensamos que, de no remediarlo, se pasará de parada.
Rodeado de jóvenes y no tan jóvenes, todos absortos en sus móviles, el hombre se mantiene ajeno a lo que le rodea. Ensoñado.
Sabe que forma parte de una especie en extinción, que es uno de los últimos de Filipinas que tienen al libro como centro de disfrute, que es un extremófilo (amante de condiciones extremas) sobreviviendo en un desierto de Atacama cultural. Lo sabe. Pero ahí sigue. Resistiendo.
Y su postura, desafiante sin pretenderlo, hace que muchos tomemos conciencia de su distinción. De que es un rara avis en los tiempos que corren.
Miro de reojo hacia su libro, con sigilo y precaución para que no se sepa observado, y leo el título que campea en la parte superior de la página: “Fortunata y Jacinta”.
¡Vaya!, digo para mis adentros. Alguien que, en este país de desmemoriados, lee a Galdós en el centenario de su muerte. Una aguja en el pajar de la desmemoria y el olvido.
Luego me fijo en la letra. Son caracteres normales, ni grandes ni pequeños, lo que me indica que el viejo tiene buena vista o que sus lentes progresivas están bien graduadas.
“¡Por favor, diga a su editor que haga la letra más grande!, se queja una señora del club de lectura al que acudo a presentar La espía del Emperador. Le digo que sí, que llevaré su propuesta a mi editor aun sabiendo la dificultad de la empresa.
Los libros no están hechos para la gente que más lee, para la llamada generación silenciosa.
Me sorprende el hombre leyendo. Primero como hombre. Todos sabemos (y más los escritores) que son las mujeres quienes están salvando al libro del precipicio al que se encamina. Y segundo como lector de Galdós, el escritor que de haber nacido en Londres o en París llenaría con sus obras la parrilla de todas las televisiones en el año en curso, pero que nació aquí, en Las Palmas. En un país donde apenas valoramos a nuestros clásicos, donde nadie, salvo honrosas excepciones (José Luis Garci y pocos más), se acuerda de llevar su obra al cine o al teatro.
El viejo sigue ensimismado en su lectura. Rumiando las palabras, ejercitando el pensamiento.
“Los libros tienen vida propia, son seres vivos, tienen un carácter, una identidad, cada uno de ellos suscita un entusiasmo distinto y plantea retos también distintos”, dice la editora argentina Valeria Bergalli. Y el viejo lo sabe.
Leer en el autobús, en el metro, en el tren, se está convirtiendo en una provocación, en un acto reivindicativo, en una manera de estar en el mundo. En un mundo que se va al garete.
Todo conspira contra el libro, todos lo apuñalan como a César en el senado: las series, la televisión, el cine, las pantallas, la radio. Y ahora, cuando creíamos que el libro por fin había superado con heroicidad los Idus de Marzo, llega el audiolibro, los podcast, la lectura para los oídosque nos recuerda que seguimos siendo niños que amamos los cuentos leídos, como Sherezade. Se impone la oralidad, el relato oral, las historias leídas en voz alta para oyentes ávidos y sin tiempo para acercarse a un libro.
Sócrates que era un gran defensor de la oralidad y se opuso a la cultura escrita estaría dando saltos de alegría ante lo que se avecina.
El viejo, levanta la vista, presiona el botón de parada, cierra con cuidado el libro y lo mete en su bolso de mano. Baja y se pierde entre el barullo de la ciudad.
El libro, en su bolso, es el amigo que le acompaña, que le sigue, que le espera… El amigo que el viejo ha elegido para que lo acompañe en sus mañanas de bus.
Esa, pienso puede ser la ventaja que le queda al libro: ser tú el que lo eliges, el que decides si te acompañará o no en la aventura de cada mañana. Y esa elección (elegir es renunciar) no deja de ser una forma de libertad. Pienso.
Una libertad que te construye, te cambia y te altera. Una libertad que condiciona tu vida porque como dice Sergio Pitol: “uno es los libros que ha leído, la pintura que ha visto, la música escuchada y olvidada, las calles recorridas”.
Uno es Quijote o Sancho, Calixto o Melibea, Fortunata o Jacinta… O un viejo lector en el autobús.