Exabrupto

exabrupto

(10/06/2024) De vez en cuando, aunque suele aumentar en épocas de campaña electoral, se vuelven a oír entre nosotros las frases de siempre, esos lugares comunes en los que medio mundo despotrica del otro medio y en los que nuestra condición como país queda mal parada: que si somos cainitas, que si lo nuestro es el “guerracivilismo”, que si no tenemos remedio, que si esto que si aquello.

 Hace tiempo que dejé de creer en estas generalizaciones, simplistas por definición, que suelen responder a intereses partidistas de quienes las emiten y que no pasarían el filtro de cualquier examen medianamente serio.

 España está entre los pueblos más pacíficos del planeta si atendemos al ranking que de vez en cuando sacan los interesados en estos temas. Según el Índice de la Paz (GPI) del año 2023 ocupamos el puesto 32 de los 163 países calificados, por delante de Italia (34), Reino Unido (37) o Francia (67), lo que no nos coloca en tan mal lugar como algunos apocalípticos pretenden.

 Dicho lo anterior habría que reconocer la existencia de un deporte nacional que se nos da de maravilla y que nos haría ganar cualquier competición a la que nos presentásemos: el lanzamiento de exabruptos. Esos dardos cargados de odio que la RAE define como una “salida de tono inesperada que se manifiesta con viveza y que en ocasiones lleva aparejado un gesto inconveniente” (el dedo corazón señalando el cielo, por ejemplo), podrían llenarnos de medallas.

 Estaba el otro día en una librería dedicada a la compraventa de libros usados cuando me encontré con dos individuos que ojeaban y discutían sobre títulos y autores. Lo hacían en un tono elevado como si no hubiera nadie más en el local, algo que también es habitual entre nosotros. En un momento dado comenzaron a hablar sobre José Saramago hasta que uno de ellos sentenció: “¡el único libro que merece la pena es El viaje del elefante los demás son una mierda!” (así, como les digo). El otro, avergonzado y corrido, advirtiendo la presencia de oyentes, comenzó a templar gaitas amonestándole con que aquella no era la palabra más apropiada, que exageraba, etc. Menos mal.

 Otro tanto me pasó hace pocas fechas en una discusión entre amigos donde alguien sacó el tema del fallecido Antonio Escohotado y su obra Los enemigos del comercio. “¡Escohotado es un gilipollas!”, bramó alguien sin recato alguno y al que los demás intentamos frenar como pudimos.

 Estos dislates, estos desenfrenos, estos exabruptos son, en mi opinión, lo que más nos caracteriza. Exabruptos que, hay que decirlo, han sido practicados por personajes tan destacados como Camilo José Cela, Quevedo, Paco Umbral o Fernando Fernán Gómez, entre otros. Asómense ustedes a las hemerotecas, videotecas y otras tecas y comprueben si es cierto o no lo que les digo.

 El exabrupto, que no goza de tan mala fama entre nosotros como alguien podría suponer (esos valentones del grito y el insulto siempre tuvieron jaleadores), es planta venenosa que suele crecer en dos terrenos pantanosos pero muy cultivados hoy día: los escraches y las redes sociales.

 El escrache, tan usado en la arena política y lejos de la definición que ofrece la RAE -manifestación popular de protesta contra una persona, generalmente del ámbito de la política o la administración-, termina convirtiéndose en un intento abrupto y despiadado de aplastar al otro, de aniquilar a quien está en las antípodas de nuestra ideología y que merece ser lapidado en público y directo arrojándole exabruptos, insultos y amenazas.

 Y junto a los escraches las redes sociales, lugar donde se ocultan muchos cobardes para, desde la inmunidad que da el anonimato, escupir su ponzoña a diestro y siniestro.

 “Hoy puedes vivir esparciendo el odio en las redes” afirma el escritor mexicano Juan Villoro. Injuriar, calumniar o difamar es práctica común “gracias” al fenómeno llamado “efecto de desinhibición en línea” según el cual nuestro cerebro al conectarse a las redes sociales funciona de forma distinta a la habitual y nuestra personalidad cambia favoreciendo la salida de tono y la desinhibición.

Al lanzador de ese golpe contundente y seco como un mazazo que llamamos exabrupto, al padre de esa flatulencia que lanza el pensamiento y que como cualquier flatulencia es urgente y fétida, solo le queda arrepentirse tras el daño ocasionado y pedir perdón. Pero pocos lo hacen. La mayoría se aferra al “sostenella y no enmendalla” que decían los clásicos, o al no dar el brazo a torcer, que defendían los abuelos. A seguir lanzando pullas y puñadas para no perder la costumbre. Antes contumaces que conversos, o como decía aquella canción “antes muerta que sencilla”.

Ya lo dijo Immanuel Kant: “el sabio puede cambiar de opinión, el necio nunca”.



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