El pasillo del Rey
(30/03/2020) Que el estado de bienestar era frágil, que nuestra seguridad económica era precaria, uno lo empieza a comprender ahora, podríamos decir glosando a Gil de Biedma, el poeta que dijo aquello de “que la vida iba en serio uno lo empieza a comprender más tarde”.
Pienso todo esto mientras releo el Elogio de la locura de Erasmo de Rotterdam intentado comprender la extraña estupidez, la locura colectiva que nos ha llevado a todo esto.
Porque cuando todo esto pase, que pasará, volveremos a valorar la charla con los amigos, el tapeo en cualquier bar, el paseo lento por las calles…y nos olvidaremos por un tiempo (tan solo por un tiempo, ¡ay!) del viaje al Machu Pichu, de la visita a la Patagonia, del vuelo hasta la Ciudad Perdida o a la Gran Muralla China.
Volveremos a valorar las pequeñas cosas, las más cercanas, esas de las que nos habíamos olvidado pero que estaban ahí, esperando como el arpa dormida una mano de nieve que las arrancase del olvido: el abrazo, el susurro cercano, el soplo cómplice, el beso… y que apenas valorábamos.
Ha tenido que llegar una catástrofe para ser conscientes de la importancia del contacto físico y la necesidad que tenemos de sentir y tocar a nuestros semejantes porque como escribe Camus en La peste “los hombres no se pueden pasar sin los hombres”.
Ha tenido que llegar este desastre para que volvamos la vista a las cosas cercanas, valiosas en su pequeñez, en su insignificancia.
Porque en esta cuarentena muchos hemos descubierto que el pasillo de nuestra casa, lejos de ser tan solo un tránsito, un espacio banal entre habitaciones, es una ruta tan hermosa como el “Caminito del Rey” malagueño y que las ventanas, nuestras humildes ventanas, son cuadros de una exposición llena de luz y colorido que cuelgan en el muro-museo de nuestras casas para reflejar la belleza de calles y patios, para asomarnos por la noche a la profundidad de las estrellas.
Posibilidades desapercibidas por la vorágine viajera a lugares remotos que nos ha impedido ver la belleza de lo cercano, ignorantes a la sentencia del saboyano Xavier de Maistre en su Viaje Alrededor de mi cuarto: “cuanto más lejos se sale, menos se aprende”.
Releo, como les dije, el Elogio de la locura como bálsamo aliviador para soportar la cuarentena, para confirmarme en la tesis que defiende este clásico de la literatura: que la locura humana ha estado presente en todas las épocas y en todos los lugares, que nuestra locura colectiva, nuestra estupidez, es responsable de nuestros errores y torpezas, a la vez que el ingrediente que sazona nuestras vidas grises y aburridas.
Quizá hubiera debido releer La peste de Camus, más en la línea de la pandemia que nos azota y que ha puesto entre nosotros un nuevo muro de Berlín que no sabemos cuándo caerá. Pandemia que está llenando los lugares de héroes anónimos que estaban ahí aunque nunca lo supimos. Héroes que cuidan, que acompañan, que ponen en riesgo sus vidas para que otros vivan. Héroes que no quieren serlo porque ellos simplemente quieren ser hombres y mujeres solidarios con los solitarios, con los infectados, con los viejos.
Ha tenido que caernos esta peste para que sacáramos del armario nuestra solidaridad, para que blandiéramos las armas contra la soledad de tantas personas aisladas, de tanto solitario rodeado por multitudes ciegas.
Tenía que haber releído La peste pero he elegido el Elogio.
Pero hay tiempo para todo en esta cuarentena, en este “quédate en casa” al que nos obliga la salud de todos, la responsabilidad y la solidaridad de todos para con los héroes que no quieren serlo.
Cuando termine el Elogio tomaré gustoso La peste y acompañaré a su protagonista el doctor Rieux para convencerme como él de que las peores pandemias no son las víricas sino la morales, esas que llevan tiempo azotando nuestro mundo: el egoísmo, la insolidaridad, la superficialidad, el odio.
Acompañar al doctor Rieux para que nunca se acostumbre a ver morir a tantos, para que deseche de su mente ese pensamiento que le persigue recordándole que la vida es “una interminable derrota”. Acompañar con él a tantos doctores, a tantas enfermeras, a tantas auxiliares, para que no se acostumbren al dolor, para que el pesimismo no embote su sensibilidad, para que esgriman las armas de la ternura y el afecto hacia los infectados.
Luego, hacer un descanso, tomar un café con Rieux mientras de fondo suena Heroes de David Bowie: “we can be heroes, podemos ser héroes, podemos ser héroes, solo por un día”.