Baile de máscaras
(20/05/2020) Si hay una palabra que define como ninguna otra los tiempos que estamos viviendo, esa palabra es, sin duda alguna, máscara.
Y no lo digo por el uso masivo de mascarillas, tapabocas o barbijos (¡qué rico es el castellano!) al que estamos asistiendo “gracias” a la llegada del virus. No.
Ya antes de que ocultásemos nuestro rostro para evitar la pandemia, éramos muchos los que ocultábamos nuestra realidad en las redes sociales inventándonos imágenes de éxito y felicidad que, casi siempre, no se correspondían con la verdad. Cayendo en eso que se ha llamado postureo y que la Real Academia Española define como la actitud artificiosa e impostada que se adopta por conveniencia o presunción.
También escondiéndonos bajo pseudónimos para extender el odio y la mentira en todo tipo de foros digitales. Pero todos tapando nuestra identidad al mundo, nuestras vidas vulgares y prosaicas. Poniéndonos la careta grotesca de la mentira el disimulo y el fingimiento.
Antes de que llegara el virus y nos obligara a taparnos la cara ya éramos muchos los que nos ocultábamos bajo una máscara.
Incluso el séptimo arte que tanta influencia tiene en nuestros días, llevaba tiempo avisándonos de la inminente llegada del ocultamiento al que asistimos. Ahí tienen el éxito arrollador del Joker, el infame personaje que, con su máscara de payaso, nos provoca un miedo descontrolado, una incertidumbre ante lo desconocido. O la máscara verde que luce Jim Carrey -la máscara de Loki, el dios nórdico de la oscuridad- en la película homónima y que saca el lado más oscuro e inhibido de su personalidad. O la terrorífica de Ghostface…
El cine con tanto enmascarado se estaba adelantando a lo que ya llegó.
El disfraz que nos ocultaba para poder herir a los demás, para ser desagradables en las redes, es el que ahora nos protege del aire de los otros, ¡qué paradoja!
Si nuestra personalidad siempre fue un disfraz y nuestra vida un teatro en el que cada cual salía enmascarado a representar su papel, ahora, con la llegada del “corona” los actores de la pantomima hemos salido a la calle para que todos comprueben sin tapujos nuestra capacidad de fingir, de ocultarnos, de mentirnos.
Ponerse la máscara siempre supuso un placer morboso, tanto si te la ponías para vivir el carnaval como si lo hacías para visitar Chernóbil o manipular un panal. La máscara ha servido para el placer y para el dolor fagocitando la personalidad de quien la llevaba. Te ponías la máscara y dejabas de ser tú para adoptar la personalidad de tu máscara que sacaba tu otro yo, tu lado más oscuro del fondo de tu armario.
La literatura y la historia están llenas de enmascarados famosos: el hombre de la máscara de hierro, el hombre de la máscara de espejos, el Guerrero del Antifaz, El Zorro, o la que portaba Guy Fawkes, el católico que en 1605 pretendió dinamitar el parlamento inglés y que ha sido utilizada por el grupo anonymous.
Hay algo de fascinación en la máscara que se trasmite a quien la lleva, tal vez sea la fascinación que nos provoca lo maligno, lo demoníaco, lo oscuro. Pero también hay una protección, un encubrimiento ante los otros, ante ese mal de ojo (aojamiento) de quien nos mira y puede captar nuestras debilidades para usarlas a su antojo.
La mascarilla contra el virus saca al enmascarado que todos llevamos dentro desde la noche de los tiempos, para mostrarnos o para ocultarnos. Para fabricarnos una identidad que mejore la imagen que nos devuelven los espejos o para enfrentarnos y defendernos del mundo hostil, desapacible y voraz que ya llegó.
Porque máscara, palabra que nos llegó del árabe “máshara”, que a su vez proviene de “sahir” (burlador), significa precisamente eso: ficción, impostura, engaño, fingimiento, simulación, estafa, ardid para burlar la realidad.
“Me conocieron enseguida por quien no era y no lo desmentí. Cuando quise quitarme la máscara, estaba pegada a la cara” dice el poeta Fernando Pessoa, porque la máscara nos fagocita y nos convierte en otro. Nos re-crea. El hombre termina pareciéndose a la máscara que lleva, podríamos decir glosando al gran Borges que escribió aquello de “el hombre era parecido a la voz”.
Tras la pandemia ya todos seremos la máscara.