Lo profundo es el aire

cabañ

(10/04/2020) Los psicólogos evolutivos, los antropólogos y otros sabios de la conducta humana están de enhorabuena. El encierro obligado de los homínidos y sus modos de comportarse en el confinamiento por el COVID 19 les están haciendo escribir tesis  y ensayos con los que llenarán de publicaciones los próximos decenios.

 Estudian a los adultos, sí, pero también a los niños.

Al parecer, en estos días de encierro obligado, estos últimos están desarrollando lo que los franceses  conocen como “reflejo de cabaña” (réflexe “cabane”)  y que no es otra cosa que el construir en el rincón de su cuarto una especie de casita protectora, un lugar íntimo, a base de cojines, ropas y otros materiales de desecho, que les oculta del resto de la casa.

 Esa choza artificial, ese claustro materno tranquilizador, este refugio dentro del refugio que es la casa, les hace sentir bien y superar la ansiedad que ven en sus padres, esa actitud diferente en quienes discuten por cualquier cosa o hacen cuestión de gabinete el salir a la calle a comprar el pan o a tirar la basura.

 Ese confinamiento infantil, ese reflejo de cabaña, le permiten al niño lo que siempre le procuró el juego: entender el mundo de los adultos.

¿Quién no se hizo el muerto para comprender la muerte cuando llamaba a nuestro hogar siendo niños?, ¿quién no jugó a los médicos para entender los misterios del sexo?, ¿quién no jugó al escondite para cerciorarse sobre las ventajas de ocultarse cuando alguien te perseguía?

Pero ¿a qué se dedican los niños en ese mini confinamiento, en ese escondite, en el que se aíslan de la progenie? Parece ser que hacen lo que ven u oyen a través de la rendija de su cuevita desde la que otean su casa que es el futuro, el porvenir que les espera cuando salgan: construir mascarillas a base de cartón y papel, unos, y respiradores artificiales, otros.

La cabaña es el escondite en el que la niñez siempre se refugió del terror cuando los padres no son percibidos como emocionalmente estables. “La cabaña es un espacio íntimo y seguro que calmará psicológicamente al niño” dice la psicóloga francesa Perrine Saada.

 El niño está intentando comprender, jugando con su  encierro, el confinamiento de los adultos. Y de paso lo que le espera en el futuro: un mundo lleno de terrícolas con máscaras variopintas y extrañas escafandras con las que sumergirse en el aire y poder ir a tomar café al bar de la esquina.

 Porque hasta que la especie desarrolle mecanismos evolutivos que la ayuden a nadar en las impurezas del aire (polución, virus, bacterias, polvo…) tendrá que salir de casa vestida de astronauta para navegar por el espacio exterior.

 A partir de esta pandemia surgirán por doquier fábricas y empresas dedicadas a construir todo tipo de mascarillas, barbijos y escafandras. Los habrá de distintas calidades y precios, desde los más sencillos para andar por casa y por la calle próxima, hasta los más complejos para quienes pretendan adentrarse en las profundidades del aire, en zonas abisales, visitando lugares remotos donde hasta ayer íbamos en bañador. “Lo profundo es el aire” que dijo el poeta Jorge Guillén.

 En los aeropuertos además de dejar los objetos en la cinta transportadora para poder pasar el control policial tendremos que demostrar qué tipo de mascarilla llevamos, qué traje de buzo portamos para sumergirnos en los aires del Caribe o en las recónditas montañas del Tíbet.

 Todo lo cual hará que surja un nuevo tipo de homínido, un sapiens que, harto de tanto control, desarrollará un miedo al espacio exterior, una agorafobia, que le hará especialmente apto para enclaustrarse de por vida, en su casa, entre todo tipo de pantallas. Un hikikomori vocacional que no necesitará de ayuda psicológica para salir de su aislamiento, como hasta ahora, porque estará plenamente adaptado a la soledad.

 Seremos E.Ts., extraterrestres en nuestro propio planeta, soñando en volver al útero materno y protector cada vez que nos aventuremos a salir y señalando con el dedo el lugar de nuestra cabaña: “mi casa”…, “mi casa”.

 Pienso todo esto mientras hiberno en esta cueva particular que es mi piso. Protegido como un neandertal tecnológico de los depredadores que están en las afueras.

 Mientras lo hago tomo medidas a mi rostro para empezar a construirme la mascarilla que me permita adaptarme a los aires del desierto cuando el confinamiento acabe.

 ¡Están en aires tan profundos las pirámides de Egipto!



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