Un cuento, dos cuentos, tres cuentos…

disciplina

(28/02/2018) Si esto fuera un cuento empezaría así: “Érase una vez un muchacho de trece años que cuidaba sus vacas en el monte. Llegó el lobo y le comió una ternera. El niño, afligido, llegó a casa y le dijo a su padre “padre el lobo me comió la ternera…”.

Y aquí dejaríamos la historia, abierta para que cada cual concluya el cuento a su manera.

Alguien, seguramente, y en consonancia con los tiempos que corren diría “y el padre le dijo, ven aquí, hijo mío, mua, mua, lo importante es que estés bien, mua, mua, y a la ternera y al lobo que les den…”.

 Pues no. Resulta que el cuento transcurre en pleno siglo XIX y el padre hizo lo que entonces era práctica común, amenazando a su retoño de esta guisa: “pues hasta que no traigas la ternera no vuelvas a casa”… Y el muchacho, temeroso a la reacción paterna, se unió a unos arrieros que iban hacia Madrid y no volvió a su tierra hasta casi cumplidos los sesenta años.

 Lo que le acabo de relatar no es invento ni cuento, sino historia real ocurrida a José Rodríguez Losada el famoso artífice del reloj de la Puerta del Sol de Madrid -ese que miramos cada Noche Vieja- tras exiliarse en Londres huyendo del absolutismo de Fernando VII. Allí aprendió el oficio de relojero e, ironías del destino, conoció a José Zorrilla, hijo del superintendente de la policía fernandina, furibundo absolutista y su antiguo perseguidor.

 Y aquí comenzaría el segundo cuento: “Érase una vez un joven de diecinueve años que estudiaba Derecho, pero que debido a ser un tanto calavera y dedicarse a la holganza y a los placeres, suspendió el curso. Entonces se dirigió a su padre en estos términos: “padre, he suspendido el curso, ruego me dejes abandonar el estudio de las leyes…”.

Y aquí, de nuevo, el final abierto para que ustedes concluyan el cuento. Un final que a día de hoy  bien podría ser: “Ven acá hijo mío, malditos profesores, iré a hablar con ellos para que me expliquen esas notas, cómo pueden haberte suspendido, me van a oír…”, y el hijo, “gracias padre, pon a esos bastardos en su sitio, que se note que eres jefe de policía, pero que parezca un accidente…”.

Pues no. Resulta que la historia ocurre en el ochocientos, en la época absolutista, como les dije, y en esos años, los padres reaccionaban de otra manera. Como reaccionó don José Zorrilla Caballero, el superintendente de policía susodicho, que le escribió a su retorno algo así: “Muy bien Pepito, como no has hincado los codos y me has salido un golferas, un botarate y un pinta-monas, ahorca los libros, ponte las polainas, coge la azada y vente a Torquemada a cavar la viña de tu abuelo”…y el muchacho, “que no voy, que me voy a Madrid que lo mío es ser poeta y hasta nunca padre…”.

 Si ustedes leen “Zorrilla, su vida, su casa” que acaba de publicar Ángela Hernández Benito verán que es cierto lo que les cuento, y que así inició su tarea literaria el poeta vallisoletano José Zorrilla y Moral, el inmortal autor de Don Juan Tenorio.

Y como no hay dos sin tres, allá va el tercer cuento digno de figurar en una antología sobre el escapismo del hogar: “Érase una vez un muchacho de diecinueve años también, llamado Isaac, que terminó sus estudios de piano en Bruselas recibiendo el primer premio ex-aequo…Llegaron sus padres y…”.

 Y volviendo a dejar el final abierto, seguramente ustedes y yo concluiríamos con un “llegaron sus padres a la capital de Flandes y le dieron todo tipo de enhorabuenas y parabienes “eres un fenómeno, Isaac, hijo, estamos muy orgullosos de ti, mua, mua, pídenos lo que quieras y bla, bla, bla…”.

Pues no, de nuevo. El padre del muchacho, Ángel  Albéniz, se acercó a Bruselas y según refirieron más tarde testigos presenciales, se dedicó a desprestigiar a su vástago “deshaciéndose en denuestos contra su hijo”. Aquel padre era un hombre eternamente insatisfecho que hizo que su hijo, el gran músico Isaac Albéniz, siempre se viera demasiado pequeño, pese a sus logros.

  Tres ejemplos de otro modo de educar, de unas formas de ejercer la disciplina paterna tan diferentes a los de nuestra época que sin embargo nos hacen reflexionar sobre la figura del padre en nuestro tiempo, sobre si en esto como en todo no nos hemos ido al otro extremo de la cuerda vistiendo con el peligroso traje de la permisividad y los mimos a nuestros retoños y olvidando la  sentencia que proclamaron tantos sabios de “en el medio está la virtud” (in medio virtus).

 Por cierto ¿y las madres de los muchachos? Envueltas, dicen, en el silencio de la historia.



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