Turismo invasor

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(20/06/2019) Después de ver en los noticiarios a esa masa de inconscientes excursionistas hollando el Everest, o yendo a sumergirse en la matriz radiactiva de Chernobyl (“gracias”, dicen, a una famosa serie de televisión que lo ha puesto de moda), o apuntándose a un futuro viaje espacial a la Luna (donde hacen cola los multimillonarios), a los amantes de los viajes exclusivos y en soledad les quedan pocas opciones y ninguna esperanza.

“Se ha ido al camino de Santiago para encontrarse consigo mismo” me dicen sobre la última decisión que ha tomado un amigo común. Pero todos sabemos que no, que además de encontrarse consigo mismo se topará con cientos de mochileros venidos de todos los países del mundo para llenar la que ya se conoce como “la calle mayor de Europa”. Y da lo mismo que elijas diciembre o agosto. Igual da.

 Tampoco sirve ya refugiarse en la Patagonia argentina o en el inaccesible Machu Picchu.

Hace tiempo que oleadas de domingueros, llegados desde cualquier parte del planeta, forman largas colas para buscar restos fósiles de patagones mientras ven desintegrarse al Perito Moreno, o para subir hasta los templos incas “de la vieja montaña”.

 Y si ya eran legión quienes se acercaban a Machu Picchu desde que lo descubriera Agustín Lizárraga, las agencias de viajes se frotan las manos ante el maná que les caerá del cielo si se cumplen los peores augurios: miles de aviones aterrizando en el nuevo aeropuerto que se piensa construir en Chinchero, al lado del Valle Sagrado sobre  el que se levanta la montaña. Son muchos los soles que están en juego para los descendientes de los “hijos del Sol” y de poco servirá  la oposición de historiadores, arqueólogos y lugareños. Si algo malo puede ocurrir, ocurrirá.

 Viajar sin tropezar con una manada de sapiens invasores que han pensado lo mismo que tú tras consultarlo con la almohada va a ser una operación cada vez más difícil.

 Alguien ante tan negro panorama dirá que siempre nos quedará la casa de la abuela en el pueblo olvidado de la España vaciada. Iluso. Cuando se acerque allí en el verano o en los prometedores “puentes” que salpican el calendario, comprobará que en esas fechas es imposible acceder a la “barra del único bar que vimos abierto” porque todos los hijos del pueblo se han puesto de acuerdo en curarse la nostalgia  los mismos días. ¡Vaya por Dios!

 “La mayoría de los males les vienen a los hombres por no quedarse en casa” me dice Pedro, citando a un autor que desconoce, cuando le comento estas y otras noticias, luego tras echar para atrás la boina y rascarse el flequillo como el Azarías de Los Santos Inocentes me dice que aún quedan viajes exclusivos y que si no lo creo que tome nota.

 Una opción podría ser, me dice convencido, tomar las vacaciones en el mes de noviembre, a ser posible después de los Santos, para visitar cualquier pueblo de interior y comprobar cómo las calles por las que corrieron las vaquillas y jaranearon las peñas, se llenan de telarañas y de espectros. Pasear esas calles a partir de las cinco de la tarde (cuando llega la noche) y acompañar a la “señá” Petra que a sus ochenta años hace de “moza de ánimas” tocando la esquila para ahuyentar a las almas del purgatorio (las únicas que aún no han marchado a la ciudad) puede ser una experiencia inolvidable para los amantes del turismo exclusivo y solitario.

 Otra, dice Pedro, es renunciar a ver “los desastres de la guerra” de Goya en el Museo del Prado, tan masificado de turistas que apenas puedes dar un paso sin tropezón (y más ahora que celebra su doscientos aniversario), y acercarse a visitar una residencia de ancianos para ver los desastres de la vida y si hay tiempo charlar con aquellos que no tienen hijos ni sobrinos que los visiten. Es una excursión recomendable para turistas sensibles a las ONG y amantes de las emociones fuertes. Se garantiza integrarse con los nativos, aislamiento y soledad.

 Otra, dejar de subir a tan altas montañas (Everest, Aconcagua…) y probar a alcanzar lomas, tesos y colinas del interior (los hay para aburrirse y es difícil acabar con el amplio catálogo que ofrece el territorio), sentarse junto a una encina, sacar libro y botijo, y esperar a que cace ratón el chotacabras.

 Otra, en fin, practicar el turismo de acera: acercarse a los mendigos para darles conversación, o a los fumadores arrojados de bares y playas para lo mismo.

 En cualquier caso, me dice Pedro, es hora de acabar con ese turismo idiota de trashumancia obligatoria y alejarse de esa gente que ya no sabe qué hacer, salvo moverse. Pues eso.



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