Tú eres Pedro

doble

(10/10/2015) Imaginen la escena.
Camino despreocupado por la ciudad que baña el río Pisuerga y de repente, a salto de mata, una señora se me abalanza (literalmente) con el entusiasmo de quien acabara de ver a un millonario al que va a heredar.
-¡Hombre, Pedro, qué alegría poder saludarte!
Y mientras me estampa un par de besos en cada mejilla y medio balbuceo un “perdone señora pero…”, la dama se retira bruscamente mientras clama contrariada “¡no eres Pedro!, perdona, ¡no eres Pedro!”…
Intento tranquilizarla diciéndole que no se preocupe, que no pasa nada, que eso nos pasa a todos…pero nada. La conocida de Pedro huye como alma que lleva el diablo, avergonzada cual quinceañera que se hubiera confundido de novio.
Y miro a la dama que huye, mientras odio por unos momentos no ser Pedro, y me culpabilizo de no ser la persona que ella creía y que ahora hace que marche tan avergonzada. Porque ¿cómo será Pedro? ¿qué tipo de relación los une?, me pregunto mientras deambulo como orate por el Paseo de Zorrilla esquina con Puente Colgante. De lo que no hay duda es que Pedro, visto lo visto, algún parecido debe guardar conmigo.
Y fue entonces cuando comencé a hacerme una serie de preguntas de detective barato, pues uno no da para más, sobre aquel encuentro y sus circunstancias: ¿por qué notó que no era Pedro justo cuando me besaba en la mejilla?, ¿había algo entre esa mujer y Pedro?, ¿fue mi forma de acercarme, mi gesto tímido lo que alertó su equívoco?, ¿o mi colonia abrió sus ojos para confirmar su error?
Y estuve un buen rato jugando a ser Agatha Christie.
Si a determinada edad somos responsables de la cara que tenemos, según dijo alguien, pues resulta que, a determinadas alturas de la vida, también lo somos de la cara de Pedro y de la de Juan y de la de todos aquellos con quienes nos confunden en la calle.
Y uno que se arrepiente de tantas cosas pues resulta que se arrepiente también de no ser Pedro, de no haber sido Pedro al menos por un instante, y le asaltan mil dudas metafísicas, tantas que debería acudir al psicólogo.
Gregor Samsa, protagonista de La Metamorfosis de Kafka, de cuya publicación se cumplen cien años, debió experimentar algo parecido pero a lo bestia cuando se despertó convertido en un enorme y monstruoso insecto.
Porque la alteridad, la doblez tiene algo de monstruoso, de diabólico. ¡Son tan cercanas las voces diablo y doble!
Todos los hombres sois iguales, nos lanzan las mujeres cuando nos comportamos con los defectos propios de nuestro género. Y mira por donde resulta que tienen razón. La edad nos va reduciendo a unos atributos que a todos nos igualan. Al final todos dobles de todos. Sosias.
Hasta Teresa de Ávila, tan santa y tan sabia lo confirmó cuando dijo:
“Las mujeres no necesitan estudiar a los hombres porque los adivinan”.
François Brunelle que se dedica a retratar a dobles sin relación de parentesco dice que es hora de minimizar las diferencias y de resaltar los parecidos entre los humanos. Pues eso.
“¡Señora! No hace falta que corra, no tiene por qué avergonzarse, todos los hombres somos iguales, alargue ese saludo mañanero en esta mañana gris y vea en mí a Pedro si así la place”.
Y mientras divago con estos pensamientos, estudio a todos aquellos que se me cruzan por la calle con la esperanza de ver a Pedro, ese alma gemela que comparte existencia conmigo y, al parecer, ciudad. Luego, ya más tranquilo, pienso, que quizá no sea buena idea, que podría tener razón el dramaturgo sueco Strindberg al asegurar que “el que ve a su doble es que va a morir”, y que mejor no jugar con la bestia, con la sombra, no sea que nos ocurra lo que a don Félix de Montemar, aquel “Estudiante de Salamanca” de Espronceda y asistamos a nuestro propio entierro.
La literatura y el cine se han ocupado de este tema y nos han dejado bellas y terroríficas historias sobre el clon, el doble, el sosias, el replicante, el espejo, la sombra.
El cine utilizando el doble y los gemelos (El resplandor, de S. Kubrick), también a las siamesas (recuerden “La parada de los monstruos” de Tod Browning), para relatos de terror. También la fotografía y la literatura.
Desde los antiguos egipcios que creían en la existencia de un doble o Ka hasta Oscar Wilde y su relato “El retrato de Dorian Gray”, pasando por Plauto y Molière que lo utilizan como recurso cómico en sus obras, el doble nos fascina.
Porque el doble, el enigma del doble, da para reír y para llorar. Así somos. Complejos y dobles. Pequeños diablos que comparten la dualidad de su alma con tantos congéneres que Fiódor Dontoievski tuvo que escribir una novela, “El doble. Poema de Petesburgo”, para alertarnos sobre tan peliagudo asunto.
Pero va siendo hora de dejar de ponerse trascendente y de jugar al William Wilson de Poe, o a La sombra de H.C. Andersen y asumir que tengo que buscar a Pedro, por monstruoso que ello sea. Porque, al fin y al cabo la auténtica monstruosidad es la incertidumbre, el no conocer la verdad de nuestra existencia que es también la del otro que nos habita. Tú eres Pedro. ¿O no? ¡Señora!…

 



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