Tiempos complicados

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(10/01/2019) Una de las frases que más suelen repetir los articulistas de cualquier medio al iniciar el año nuevo es la de “vivimos tiempos difíciles”. “Se esperan tiempos difíciles”, dicen.

 Es como si los millones de “próspero años nuevo” deseados durante las navidades hubieran perdido la prosperidad esperada para caer en la indigencia, como si el sueño del patriarca José se hubiera quedado en las siete vacas flacas y feas devorando a las siete gordas y hermosas, sin faraón que lo remedie.

 Los agoreros de todos los males, los cenizos de todas las latitudes, ocultos durante los días de Navidad, vuelven a la carga nada más iniciar el año y sacan sus trompetas apocalípticas para anunciarnos lo que nos pregonan desde la prehistoria cada vez que intentamos divertirnos o mientras nos hallamos en plena fiesta: “ya lo pagaréis”.

 De nada sirve que la pobreza mundial esté en retirada, que la violencia esté en declive y que el crecimiento económico haya sido una constante desde el último conflicto mundial, los listos que viven de inventarse dramas, los agoreros de “vivimos tiempos complicados” nos amargarán la fiesta recordándonos que tenemos instintos tribales, que portamos genes egoístas, que la paz que gozamos es tan solo una brecha entre guerras y que la inteligencia artificial acabará con la humanidad.

 Saben que vende más y mejor lo negativo, que debido a lo que se conoce como “sesgo de disponibilidad” nos creemos las noticias malas por el simple hecho de que abundan más que las buenas y que lo negativo está más generalizado en nuestra percepción del mundo. Por eso se dedican un año sí y otro también a amargarnos el roscón de reyes mientras ellos brindan con champán en alguna isla paradisíaca.

 El optimismo no vende, por más que Steven Pinker, autor de En defensa de la ilustración: por la razón, la ciencia, el humanismo y el progreso, se empeñe en demostrar lo contrario asegurando que nos va bastante bien. “Nazi de la ciencia” le llaman sus adversarios que le acusan de vender optimismo mientras caemos desde un octavo piso, ellos que no cejan de decir que todo va mal mientras viajan en crucero por los fiordos noruegos.

 Pero Pinker no es el único optimista ante tanto desastre. El autor sueco Hans Rosling, en su libro Factfulness. Diez razones por las que estamos equivocados sobre el mundo nos dice que sí, que es atroz vivir con menos de un euro al día, pero que solo una de cada diez personas se halla hoy en esa situación frente a una de cada dos que se hallaban en la misma hace medio siglo. También el español José María Ruiz de Soroa hace lo propio en Elogio del liberalismo al afirmar que “el capitalismo ha sido algo positivo y que sus logros son impresionantes”.

 Pero de poco sirve. La tendencia natural a fijarnos en lo insólito y lo negativo lo fomentan los medios de comunicación cada mañana y nos condicionan el resto del día.

-He dejado de interesarme por las noticias al levantarme, no quiero verme amargado el resto del día- dice mi amigo Pedro cuando nos cruzamos por la calle.

 Y tiene razón. La percepción negativa de cómo marcha el mundo nos condiciona emocionalmente y nos precipita hacia el desánimo al no saber qué hacer ante tanto desastre como nos venden.

 “Vivimos tiempos difíciles” claman los analistas que hablan de un mundo convertido en un basurero, “el presente es desazonador” braman los novelistas que siguen imaginando el paraíso perdido de cualquier tiempo pasado, “vivimos en el caos” graznan los políticos populistas con el único fin de conseguir votos para su causa.

 Pero Pedro me dice que no. Que lleva padeciendo los malos augurios desde la infancia. Que aquellos sí que fueron años difíciles y no los de ahora. Que no conoció a los abuelos (murieron con cuarenta años) porque llegó tarde la penicilina. Que en el verano sonaban sin cesar las campanas anunciando la muerte de niños. Que había vecinos que entraban en su casa suplicando un pedazo de pan. Que la violencia en el hogar era tan común que ni siquiera se denunciaba. Que se trabajaba de sol a sol. Que la palabra vacaciones no figuraba en el diccionario de la lengua. Que acceder a la universidad era simplemente una utopía. Que casi nadie sabía conjugar el verbo “jubilar”. Que la vejez (que llegaba a los cincuenta años) consistía en ocupar una silla al sol y abandonarte en ella hasta morir…

-Es el “sesgo de la disponibilidad”, Pedro- le digo para que abandone su perorata y tome aire.

-Son ganas de amargarnos la vida, que ya es de por sí amarga- sentencia cabreado.



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