Solos con su soledad

soledad

(30/07/2020) Dicen los analistas de todas las catástrofes que así como tras la mal llamada “gripe española” surgió la epidemia de los durmientes (una encefalitis letárgica que dejó dormidos a muchos de los que habían sobrevivido y provocó conductas criminales en algunos jóvenes), tras el coronavirus va a surgir otra plaga de consecuencias devastadoras: la soledad.

 El confinamiento prolongado e intermitente y el miedo consiguiente a salir a la calle hacen que cada vez sean más las personas que parapetan su existencia tras la puerta de la vivienda con tan solo la ventana como mirilla para observar la calle, la plaza o el parque.

 Esta cuarentena permanente a la que se entregan tantos, no es un fenómeno nuevo. Ya antes de la pandemia las cifras que daban distintas ONGs sobre ancianos y adultos que vivían y morían solos eran alarmantes, pero el problema parece haberse multiplicado y son muchos los que temen que tras el vecino bondadoso que pasea su perrito por la acera se halle un supercontagiador que esconde tras su risa contagiosa (y nunca mejor dicho) bombas invisibles.

 Del miedo al contacto se ha pasado al miedo al contagio y muchos prefieren echar la tranca, encender la tele y quedarse solos con su soledad.

Algunos tienen la fortuna de contar con hijos repartidos por distintos continentes que gracias a la tecnología les llaman con mayor o menor frecuencia, pero a otros solo les queda la compañía que ofrece una televisión embrutecedora o el saludo compasivo y desganado de quien se halla en el balcón frontero regando las plantas.

 Acompañados de Ibuprofeno y calmantes muchos viejos (uno de los colectivos más vulnerables) se agarran férreamente al botón de teleasistencia y reciben con agrado las llamadas periódicas que les hacen los profesionales de la Cruz Roja para comprobar si lo llevan encima. Esa llamada mensual es para muchos el único contacto con otra voz y a veces la prolongan con conversaciones estériles y vanas (yéndose por las ramas) para que el asistente social siga allá, al otro lado del aparato.

 Saben que hay dos cosas que no pueden olvidar, dos colgantes que han de cargar, como cruces, a cuestas: el botón de la teleasistencia y la llave de la vivienda por si sale a recoger un paquete de correos o a recibir la compra y se les cierra la puerta.

 Pero a veces algo falla.

-Mamá, ¿por qué abriste la puerta?

-Era una pareja muy simpática y vestían muy elegantes.

-Ya mamá, pero mientras él te entretenía con su labia, ella te robó las joyas que tenías en la mesilla de noche.

-¿También el reloj de tu padre?

-También.

 A costa de sufrir robos y agresiones se han hecho expertos en técnicas de supervivencia. Saben que no tienen que abrir la puerta a desconocidos, que tras hombres y mujeres elegantemente vestidos y de aspecto agradable se esconden embaucadores que van a por el dinero de su cartilla, que no tienen que decir en la panadería que viven solos y que en caso de oír ruidos extraños en la puerta han de subir el volumen de la tele o hacer como que están acompañados por alguien, llamándole en voz alta…

Esta soledad no buscada que alguien ha llamado “la peste del siglo” es un problema íntimo que acarrea sensación de incertidumbre, inseguridad y miedo y que suele desembocar en esa tristeza profunda que es la depresión.

 Por aquí y por allá surgen proyectos humanitarios para acompañar a tanto solitario que se ha encerrado en casa. Visitas periódicas de otros solitarios, de jubilados o de personas entregadas a la causa del hombre que ofrecen su tiempo para visitarlos.

 Si consiguen que les abran la puerta -pues en la jungla que es la vida todo el mundo es sospechoso- comentan las noticias de la semana o se intercambian recetas de cocina.

Encerrados en su piso ven pasar las horas y constatan como la sensación de aislamiento degenera en un aumento de los niveles de ansiedad que conduce al estrés y al insomnio.

 Habrá que hacer algo señores de Bruselas. Porque la soledad es la epidemia del siglo, como dije.

 Una epidemia en alza que alcanza a muchos y que está buscando rastreadores (como los del virus) que la detecten en sus inicios y controlen su trasmisión antes de que sea demasiado tarde.



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