Sembradores de sueños

(20/5/2013) Escribir un libro y encontrar editor que lo promocione y lo difunda es una tarea que encierra más dificultades y penurias que las que mucha gente se cree. Pero escribir un primer libro y editarlo cuando se han cumplido 92 años -sin ser un profesional de la pluma- es una tarea que muy pocos consiguen.

Uno de estos escritores afortunados, que han vivido, y mucho, para contarlo, es José Alfayate García que fue -y hasta cierto punto sigue siendo, que hay profesiones que imprimen carácter- maestro nacional y que ha dejado para la posteridad un hermoso libro que lleva por título “Santa Colomba de la Vega. Pueblo y alma”.

Siempre he pensado que la historia cultural de este país -y de tantos otros- estará incompleta mientras no se investigue el peso que en ella han tenido y tienen los maestros de escuela.

Porque su palabra, hace años respetada e influyente, propiciaba el salto fronterizo necesario para que un muchacho pudiera encaminarse, o no, hacia los estudios. Bastaba una frase tan sencilla como “su hijo vale para el estudio” pronunciada por el maestro, para que muchos padres, sin medios económicos suficientes pero con unas enormes ganas de que sus hijos entraran en el mundo del estudio y la cultura (mundo al que ellos no pudieron acceder) echaran el resto y apostaran parte de su hacienda para que sus retoños pudieran dedicarse a los libros.

Que se lo pregunten a escritores de la talla de Albert Camus que, nombrado Premio Nobel de literatura, dedicó su discurso de investidura ante la academia sueca a su maestro de escuela. Luego, tras la ceremonia, le escribió una carta llena de agradecimiento y ternura en la que, entre otras cosas, decía:

“Sin usted, sin la mano afectuosa que tendió al niño pobre que era yo, no hubiera sucedido nada de esto… Sus esfuerzos, el corazón generoso que usted puso en ello, continuarán siempre vivos en uno de aquellos escolares, que pese a los años no ha dejado de ser su alumno agradecido”.

Esa mano tendida, esa frase de apoyo, era, como dije más arriba, fundamental para que los padres de muchachos inteligentes pero sin recursos, se tomaran a pecho las palabras del maestro e hicieran todo lo posible -a veces hasta quitarse de comer-, para que sus hijos pudieran estudiar…

Porque estudiar, más que una cuestión de medios y de valía, era para los pobres una cuestión de suerte. La de encontrarse con un maestro en el momento y lugar adecuados.

Uno de esos maestros fue Don José Alfayate, hijo de humildes labradores y estudiante de bachillerato en los institutos de Astorga y León.

El pasado domingo vi a don José paseando por el barrio de Parquesol, aquí en Valladolid, con un ejemplar de su reciente publicación bajo el brazo, endomingado y orgulloso de haber “tenido un hijo, plantado un árbol y escrito un libro”. Sí señor.

Maestro en Ribota de Sajambre, Olleros de Sabero, Nogarejas, Santa Colomba de la Vega, Ponferrada, Ventas de Albares y Torre del Bierzo, donde se jubiló, fueron muchos los padres que oirían de don José la frase mágica “su hijo vale para el estudio”.

Eran otros tiempos. Aquellos en los que el maestro era el “mayor” (magistri: máxima autoridad en una materia, aquel que ha alcanzado mayor grado de conocimiento en una materia). O sea, los tiempos de Maricastaña.

Escribir un libro sobre la historia de su pueblo llena de orgullo a hombres como don José Alfayate y más cuando el difícil parto se produce a los 92 años.

La cultura está en deuda, repito, con esos hombres y mujeres que se han preocupado por profundizar en la historia de su lugar de origen, esa pequeña población que nunca sería objeto de estudio para historiadores encumbrados que se dedican a poblaciones más populosas y rentables.

Sin dominar las técnicas que exige la historiografía, sin el acceso debido a los grandes archivos, sin el dominio necesario de las técnicas de transcripción, -a ellos sólo les prepararon para enseñar y motivar a padres y muchachos hacia el estudio-, pero ansiosos por saber la historia de su pueblo, se han lanzado al ruedo de la escritura y de la historia para dejar constancia de los avatares que atesora su pequeña aldea, y que sus vecinos, cada vez más escasos, comprueben que vienen de rancio abolengo aunque el futuro tenga ¡ay! las patas tan cortas.

Otros vendrán que completarán su trabajo pero ellos han sido los pioneros en esa nueva “conquista del Oeste”. La de ofrecer a sus paisanos unos puntos de referencia de su pasado, de su historia.

El anclaje necesario para saber de dónde vienen y hacia dónde van. Que no es poco.



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