Sangre, sudor y libro

abandono

(20/3/2015) Una de las preguntas que se lanza a los personajes relacionados con el mundo de la cultura, en entrevistas o cuestionarios para revistas culturales, suele ser la de “qué libro abandonó por imposible”. Pregunta que suele ir detrás de aquella más positiva que se interesa por “qué libro tiene entre las manos”.
Y las respuestas dadas suelen ser variadas aunque una lectura atenta puede encontrar, y de hecho encuentra, elementos comunes.
Basándome en los últimos números de un suplemento cultural que leo cada semana les expongo a continuación las respuestas dadas por los entrevistados sobre libros que abandonaron por imposible: “El péndulo de Foucault” de Umberto Eco, el “Ulises” de Joyce (dos entrevistados), “Canadá” de Richard Ford, todos los libros de Paulo Coelho, ninguno.
Pero lo que más sorprende, o al menos a mí me ha sorprendido, es la explicación que se añade al abandono del libro en cuestión. Uno dice que “a la tercera página si no funciona lo regalo”, otro que le “da pena ocupar el tiempo en alguno que me aburra, o no me atraiga”. Los hay que justifican el abandono de forma memorística “lo abandoné tanto que ni su título recuerdo” y quienes lo hacen justificando su actitud comparándose con reconocidos personaje del mundo literario “lo mismo le pasó a Virginia Wolf”.
Casi todos arguyen que la dificultad temática o lingüística de muchos libros es el principal motivo que les lleva al abandono a excepción de un solo entrevistado que defiende lo contrario “no me gusta la literatura fácil…no me interesa que “enganche desde el principio” eso me parece una vulgaridad”.
Uno que ha defendido desde este cuaderno de bitácora, y en los foros a los que le lleva su oficio como escritor, el famoso Decálogo de Daniel Pennac que recomienda en su tercer mandamiento “el derecho a no terminar un libro” piensa que quizá hayamos cargado demasiado las tintas en lo placentero y gozoso de la lectura, en lo deleitoso del acto de leer, olvidando que hay libros que exigen esfuerzo y diccionario. Y entre ellos muchas joyas literarias.
Y este peligro lo tienen, sobre todo, quienes han nacido y crecen en el universo digital donde reinan de forma preocupante la hiperestimulación y la pérdida de atención. La falta de una cultura del esfuerzo nos puede llevar a que solamente se lea una literatura facilona en la que haya que poner menos atención que un niño en una misa. Algo así como un libro en el que podamos leer mientras cruzamos el semáforo o salimos del atasco. O mientras nos afeitamos.
Con este criterio de que lo difícil y lo que exige esfuerzo lo abandono y me entrego a obras más placenteras e inmediatas, pocas obras hubiera podido afrontar el hombre a lo largo de la historia (no sé si Miguel Ángel hubiera realizado su “David”) y pocas matemáticas hubiéramos aprendido quienes teníamos que estudiar con trabajo y esfuerzo el libro de texto que nos acompañaba un curso sí y otro también.
En un artículo anterior que titulé “tolle , lege” les escribía sobre los cuatro “ismos” de la era digital: el facilismo (abandono de los trabajos que no se resuelven a golpe de clic), el inmediatismo (los logros han de ser inmediatos y el libro, ha de leerse pronto y sin dificultad), el superficialismo (cuanto más superficial sea una historia, cuanto menos densa, mejor, que no está uno para pensar tanto) y el fragmentarismo (picar en muchas lecturas sin terminar ninguna o como decía el susodicho “empiezo libros a sabiendas que no voy a poder terminarlos todos”).
Siempre me dio que pensar lo que decía el escritor alemán del siglo XVIII, Georg Christoph Lichtenberg: “si un libro choca con una cabeza y suena a hueco no siempre es culpa del libro”.
¡Qué quieren que les diga! Después de leer los comentarios de los libros “abandonados por imposible” voy a volver a leer el “Ulises” y el “Péndulo de Foucault”, haré lo propio con los libros de Paulho Coelho y pediré a mi librera “Canadá” de Richard Ford.
Y los leeré “a lo Álvaro Pombo” escritor que como también les conté en otro artículo destroza los libros, dobla las páginas, subraya, escribe, trabaja y suda el libro. Sangre, sudor y libro.
Como usted y yo hacíamos con las asignaturas de cuando éramos estudiantes y nuestros padres y maestros nos decían que el estudio exigía esfuerzo y había que “hincar los codos”.
Vuelvo a Lichtenberg y termino:
“Un libro es como un espejo, si un mono se asoma a él no puede ver reflejado a un apóstol”.



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