Ruidos callados
(20/5/2015) Llevo un mes navegando por el universo rulfiero, o rulfiano, o de Juan Rulfo, o de Juan Nepomuceno Carlos Pérez Rulfo Vizcaíno, a quien, según confesó, le “apilaron todos los nombres de sus antepasados paternos y maternos como si fuera el vástago de un racimo de plátanos” pero al que le hubiera gustado un nombre más sencillo, un nombre parco y mínimo, un nombre callado, pues Rulfo era hombre que le tenía pánico a la multitud, también a las muchas palabras.
Que se lo pregunten al ya desaparecido Joaquín Soler Serrano que trabajó “a fondo” por la cultura desde aquella televisión prehistórica, que le entrevistó y preguntó con palabras fuertes y múltiples -el español habla fuerte, mucho y como si estuviera enfadado dicen los hermanos de América- esperando que el mexicano se extendiera en la charla pero ni por esas que ante la mucha labia de Soler, Juan respondía desde el silencio y desde lo oscuro porque “por lo sombrío que soy creo que nací a la medianoche”, nos gritaba desde su silencio.
“Yo creo en el silencio. La literatura tiene tiempos muertos que se pueden convertir en tiempos de silencio”.
Rodrigo Fresán, escritor argentino, asegura que “los escritores son aquellas personas que durante la infancia aprenden en tiempos terribles a refugiarse en sus propias fantasías o en la acción” y algo de razón tendrá pues Rulfo tuvo que vivir los días terribles del asesinato de su padre con sólo siete años, presenciar ahorcamientos durante la “rebelión cristera”, perder a los once años también a la madre y sufrir el internamiento en el orfanato de Guadalajara. “En esos años lo único que aprendí fue a deprimirme…conseguí un estado depresivo que todavía no se me puede curar”.
Pero no sólo de la infancia vive el hombre ni es el único semillero que hace al escritor. Están también los libros leídos u oídos, como lo estuvieron en Juan Rulfo los libros que el sacerdote de su pueblo dejó a su abuela para ocultarlos y salvarlos del furor de los rebeldes y que fueron determinantes en su vocación literaria.
Oigo en la voz doliente de Juan Rulfo el cuento que llamó “Luvina” y me estremezco ante su poderío narrativo, ante la descripción de un México profundo con pueblos en los que ha desaparecido toda esperanza, tan parecidos al “Spanish Village” que fotografió el estadounidense William Eugene Smith en la España de los años cincuenta y pienso que bien podría haber un hermanamiento entre los pueblos que han inspirado compasión y arte como el San Juan de Luvina mexicano y el español Deleitosa, por ejemplo.
Juan Rulfo, como Smith, aficionado a la fotografía aunque lo suyo era el dejarnos imágenes descarnadas y a la vez hermosas con la cámara de su palabra y de sus silencios.
Porque Juan, con su particular “leica”, despojó a la escritura de toda retórica buscando el objetivo de no hablar como se escribe sino de escribir como se habla. “Yo antes usaba mucho la retórica…empecé a odiar el adjetivo, el sustantivo era la sustancia”.
Quien se dedicó a “borronear unas páginas”, quien nunca se consideró un profesional de la pluma sino solamente un aficionado, quien creo toda una realidad imaginada, nos legó en su obra una versión moderna y existencial del purgatorio dantesco.
Con “Pedro Páramo”, novela difícil porque “fue hecha con esa intención, que se necesitase tres veces releerla para entenderla”, juega a romper el tiempo y el espacio y a trabajar con los muertos, como harían después muchos de los grandes autores del llamado “boom latinoamericano”. Pero Juan Rulfo fue el primero en ese juego de la experimentación, en el desafío a los convencionalismos literarios, en la bajada al mundo de los sueños, al reino de lo imaginado.
Cuando Álvaro Mutis le presenta a Gabriel García Márquez el “Pedro Páramo” de Rulfo con un vehemente “¡lea esa vaina, carajo, para que aprenda!” el autor colombiano quedará deslumbrado. Tanto, que años más tarde confesará:
“Aquella noche no pude dormir mientras no terminé la segunda lectura. Nunca desde esa noche tremenda en que leí las “Metamorfosis” de Franz Kafka en una lúgubre pensión de estudiantes de Bogotá, casi diez años antes, había sufrido una conmoción semejante”.
Juan Rulfo, el hombre que componía el nombre de sus personajes leyendo lápidas de tumbas en los cementerios de Jalisco, el hombre que necesitaba del humor para superar las pesadillas de su infancia, el hombre que creía en el silencio y en la vida “la vida es buena, quien la hace mala es el hombre”, sigue deslumbrando a quienes nos acercamos a su obra. A “Pedro Páramo” y su poesía:
“Afuera en el patio los pasos como de gente que ronda. Ruidos callados”.