Reflexiones sobre un centenario

(30/9/2008) El 19 de septiembre los vecinos de Valladolid asistimos a la conmemoración del primer centenario de la Casa Consistorial, acontecimiento que ha gozado de unos festejos bien merecidos y de los que hemos disfrutando acercándonos al incomparable marco de nuestra Plaza Mayor.
La efeméride ha traído consigo una serie de exposiciones temáticas y un espectáculo de luz y sonido muy aplaudido por todos los que nos congregamos junto al flamante edificio.
Hay, no obstante un hecho que apenas ha sido comentado por los distintos medios al hallarnos todos subidos en el carrusel de la conmemoración y de la fiesta -con el consiguiente vértigo en la mirada- y es que el flamante Consistorio inaugurado hace cien años ocupa el espacio de otro que gozó durante tres siglos de la admiración de cuantos viajeros se acercaron a su contorno.
Aquel viejo edificio que proyectara Juan Sanz de Escalante  y que modificaron posteriormente Francisco de Salamanca y Juan de Herrera se derribó a propuesta del alcalde  Miguel Íscar al presentar un lamentable estado de conservación.
Corría el año 1879 cuando se tomó tan drástica decisión y que se sepa no hubo vecino ni estamento que se opusiera a tamaño desaguisado -derribar nada más y nada menos que un edificio renacentista-. Ya sé que los tiempos que corrían no estaban como para apreciar el valor de lo viejo. Bastante tenían aquellos vallisoletanos con las guerras de Cuba o de África o con los conflictos por la escasez del pan, pero llama la atención la rapidez con la que los viejos concejos tomaban decisiones y se aventuraban en nuevos proyectos urbanísticos sin ningún tipo de freno a sus propósitos. ¡Qué envidia, para nuestros concejales de urbanismo!
De todos modos, asumiendo que no debemos juzgar comportamientos pasados con criterios actuales que ya es mucho asumir, la reciente celebración debería haber  recordado con más  empeño y generosidad aquella vieja casa que como vemos en la foto de arriba, maltrecha y cargada de siglos, no pudo alcanzar el XX. Siglo que vería en su último cuarto de vida una preocupación por el mantenimiento y recuperación de los edificios singulares y con valor histórico y artístico, como era el caso de aquel viejo edificio.
Viejo edificio que vivió los fastos de la corte del tercer Felipe con motivo del nacimiento de la infanta Ana María Mauricio -futura madre del Rey Sol, Luis XIV de Francia- o del que sería Felipe IV. ¡Cuántas monedas se arrojaron desde sus balcones al paso de un rey  ejerciendo de padre orgulloso!
Edificio que presenció las lujurias de la fiesta y el carnaval pero también los miedos de los ajusticiados en la Plaza Mayor.
Edificio desde el que  Ventura Seco -famoso arquitecto de la municipalidad- contemplaría las 300 ventanas que daban a la Plaza y que tenían “sus balcones de yerro, puestos en resalto, todos anivelados con mucho orden y igualdad, que todas dan vista a la plaza, en la que se entra por trece calles, hermoso teatro para fiestas públicas”. Conjunto artístico que admirarían propios y extraños y que a Damasio Frías -cronista de la villa- le hizo exclamar: “…es sin duda el más vistoso pedaço de edificio que se sabe en el mundo”.
Obra singular desde la que se vivieron las incertidumbres de los cambios de gobierno  -con asonadas de todo tipo- y las esperanzas que los tratados de paz traían a la ciudadanía.
Si quieren saber qué se hizo con sus restos, les diré que parte de ellos se emplearon para construir la cascada y el estanque que adornan nuestro Campo Grande.
Generoso hasta el final donó su cuerpo-pétreo para que fuera aprovechado por otras construcciones que iniciaban su existencia con un futuro más prometedor.



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