Quedarse en casa

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Álvaro Pombo, ese joven escritor de 74 años, decía en una entrevista reciente que se consideraba sedentario y que puestos a preferir, prefería quedarse en casa.

 Y ponía como ejemplo de su conducta a dos filósofos leídos y queridos -algo normal en quien trabaja y baña de filosofía sus novelas o sus ensayos-, a Blaise Pascal y a Martin Heidegger.

 El primero porque dijo aquello de que “la mayoría de los males les vienen a los hombres por no quedarse tranquilos en casa”  y el segundo porque mostraba furia por quedarse en casa a la vez que defendía con pasión teutónica que “el lenguaje es la casa del ser” (die Sprache ist das Haus des Seins).

 Yo pienso, con permiso de don Álvaro, que este amor por la casa le viene a uno de la infancia. De aquellos juegos en los que huíamos como locos de quien nos perseguía por el patio de la escuela hasta entrar en el lugar señalado y convenido al grito de ¡Casa!. Aquella palabra, bañada con la pátina de la victoria, significaba el triunfo ante el otro, el sosiego de quien ha sido acosado por todo mal, el reposo del guerrero en un mundo plagado de víboras.

 Y al igual que aquellos polvos traen estos lodos -según vieja sentencia-, aquella ¡casa! nos trajo a los desheredados hijos de la postguerra, la burbuja inmobiliaria. Pues no hicimos otra cosa desde entonces que buscar el amparo de la casa, del piso, o mejor de las casas, de los pisos…

Pisos que fueron creciendo al ritmo de nuestras frustraciones y temores. De nuestra avaricia.

 Pero una cosa es tener casa o casas y otra muy distinta quedarse en casa. Que el juego de la vida exige abandonar el útero para adentrarse en la fascinación de los peligros y las inseguridades.

 Porque abandonar la cueva para enfrentarse a los mamuts hace subir la adrenalina del neanderthal que todos llevamos dentro, lo mismo que cuando en aquellos benditos juegos abandonábamos la “casa” para sentir el regusto de una nueva persecución. ¡A que no me pillas!

 Por eso lo de “quedarse en casa” queda muy bien viniendo, como viene, de un filósofo pero uno prefiere salir a la calle a ver pasar gente en ese vicio tan nuestro de “hacer la calle” sin meta ni propósito, simplemente por el mero placer de ver y que te vean. ¡Me voy a la calle!

 Y no digamos la mujer, harta hasta la frustración por haber tenido que quedarse en  “casa con la pata quebrada” para regocijo de maridos, padres y hermanos.

Pero no se queda en casa don Álvaro, aunque quisiera, no, que acude a la llamada de cuanto medio de comunicación le aborda para hablar de “El temblor del héroe” obra con la que ganó el premio Nadal este viejo escritor de pocos años.

 Obra que refleja el peligro que corren los inactivos, esos jubilados que tuvieron relevancia cultural, educativa o política y que, una vez perdida, prefieren quedarse en casa. ¡Vaya por Dios!

 Porque tras la jubilación, dice don Álvaro, se adentra uno en lo invisible, en el desamor de los demás, en el desamor creciente hacia uno mismo, en el tedio que te va convirtiendo en un “dejado” como las duras almas de Miguel de Molinos, aquel predicador del “quietismo” que hubo de vérselas con la Inquisición.

Pero no don Álvaro Pombo, al que sólo le queda “morir en la plaza”, como dijo Valle Inclán al torero  Belmonte, aunque “todo se andará”. Que no se está quieto este hombre y no deja de hacer faenas en el ruedo literario, en la arena política y en el foro mediático. Rabo de lagartija, este académico de la lengua.

 Don Álvaro que escribe al dictado o de oído sus obras como hiciera Henry James con su “The Golden Bowl” pues la oralidad permite una movilidad que no logra quien escribe “a calladas”, como usted o como yo.

 Don Álvaro o la fuerza de lo oral porque los libros son esencialmente estructuras auditivas, dice, y deben ser hechos para leerse en voz alta como se hizo antaño en los monasterios, en las fábricas y en las casas hasta que llegó la tele que pudo con todo.

  ¡Vieja y sana costumbre la de leer en voz alta mientras los demás comían o faenaban en silencio!

 Hay dos personalidades básicas: el viajero y el sedentario. Yo soy sedentario, dice Pombo. Y mientras lo dice se va a dar un mitin a Vistalegre para demostrar al mundo que sabe dar la cara y que no se ha jubilado de nada.

 Porque allí donde le esperan sus amigos está su casa como dijo sabiamente Antonio Gala “una casa es el lugar donde uno es esperado”.

 Y como también dijo la recordada Marguerite Duras, diosa literaria del siglo XX, que de vivir hubiese cumplido cien años hace tan solo seis días:

“El pueblo y la casa es lo mismo. Y la mesa frente al estanque. Y la tinta negra. Y el papel blanco es lo mismo”.



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