Que cuarenta años no es nada

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(30/05/2022) Decía Cervantes que la cárcel es “el lugar donde toda incomodidad tiene su asiento y donde todo triste ruido hace su habitación”, pero muchos pensamos que habló así de la cárcel  porque no tuvo que pasar la ITV. Nació demasiado pronto.

 Con un sol de justicia -o injusticia-, a las tres de la tarde -tenía turno para las 13, 15 y eran las 15, 00-, una cola como cuando el estraperlo, una lentitud de atasco en la Gran Vía, y una falta total de información, pasé la inspección técnica de mi vehículo. Y aún hoy, cuando han pasado semanas, sufro sus efectos.

 Llegó a ser tanta la espera que, perdido entre decenas de coches y sin saber qué hacer ni dónde acudir, decidí escribir este artículo para dejar memoria de lo que nos ocurre a los sufridos conductores un año sí y otro también.

 Cuando tantos negocios han mejorado el servicio a los usuarios, cuando tantas empresas han digitalizado sus procesos de producción y diagnóstico, cuando hemos iniciado la era digital, los responsables de las ITV, esas empresas que tienen la concesión del gobierno autonómico de turno, siguen anclados en sus viejas maneras sin enterarse del crecimiento del parque automovilístico.

  Siguen como al principio, como desde que empezó todo hace casi cuarenta años -la obligatoriedad de la Inspección Técnica de Vehículos (ITV) para coches comenzó en 1985-, sin que se atisben esperanzas de cambio, sin que aumenten los talleres o los centros donde pasar la revisión para no tener que sufrir tanta espera.

 Hay pocos momentos donde uno tenga que hacer colas a lo soviético. Uno de esos momentos es la revisión de la ITV.

  La falta de personal es endémica y no seré yo quien culpe a los trabajadores de algo que ellos son los primeros en sufrir, pero sí a los responsables que no hacen nada para que el servicio mejore, para que los clientes salgamos razonablemente satisfechos de la aventura.

 Tras cobrarte cincuenta y dos euros nada más acceder al recinto -para que no haya lugar al arrepentimiento-, inicias un calvario de espera donde, cuando ya estás somnoliento, apático y derrumbado, entras en una nueva dimensión en la que todo se te dice a gritos, donde “todo triste ruido hace su habitación” que dijo el de Lepanto.

 Y uno piensa, mientras sufre tamaño infierno, si no se habrá inventado algo para mejorar la comunicación entre los conductores  y los técnicos que bajan al foso para revisar frenos, dirección, neumáticos…

“¡Frene! ¡Acelere! ¡Frene! ¡Gire el volante!”, grita el mecánico correspondiente desde las catacumbas de su oficio.

 Y si eres tardo de oído o de escasas entendederas te conviertes en otro gritón -cada cual se defiende como puede- que, sacando la cabeza del coche, se hace oír también a las bravas: ¡Repita! ¡No le entiendo! ¡Cómo!…

 Esta comunicación de la época de las cavernas, este diálogo de besugos, supongo que habrá dado lugar a más de una anécdota y que los trabajadores del ramo podrían escribir con ellas varios libros. Se sabe que ha habido clientes que han intentado sobornar a los mecánicos y otros -se han dado casos aunque no hayan salido en el telediario- que han terminado con su coche en el foso.

No. No es de recibo que podamos hablar tan tranquilos, y en tono sosegado, con alguien de Nueva Zelanda, gracias a nuestro teléfono móvil, y que no nos entendamos con quien está a unos pasos de distancia o tengamos que hacerlo a gritos: “¡marcha atrás!, ¡pise a fondo el embrague!, ¡luces de posición! ¡de cruce! ¡antiniebla! ¡acelere a fondo! ¡a fondo! ¡más a fondo!”…

 Y así, hasta caer en el foso. Normal.

 Ahora que los holandeses han inventado un puente construido a la inversa que une la isla artificial más grande del mundo con Holanda, uno suplica a los dioses nórdicos que inventen algo para no pasar por el suplicio anual de la ITV. Un TAC o escáner para vehículos que combine radiaciones ionizantes y programas informáticos y que haga el diagnóstico de nuestro coche mientras nos tomamos un café.

 Esto o el suicidio.

 Se sabe de conductores que han incorporado a sus pesadillas la revisión de su vehículo. Y de otros que, traumatizados por la experiencia, acuden al psicólogo cuando llegan las fechas.



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