Presos de la prisa

Prisas

(10/06/2022) Pasó la pandemia, pasó el confinamiento y volvemos a ser presos de la prisa.

Prisas por salir, por divertirse, por viajar, por vivir. Por vivir a todo tren.

Vayan a las estaciones de trenes, a las de autobuses, o a los aeropuertos y comprueben a qué extremos llega esta “enfermedad de la prisa” en la que nos hallamos inmersos.

Todo se hace con prisa. Las comidas se hacen con prisa, los paseos se hacen con prisa, los amores se hacen con prisa y hasta los entierros se hacen con prisa. La prisa es el valor de los valores de la sociedad moderna. La prisa y la competitividad.

 Lo que importa es la experiencia, acumular experiencias, vivir muchas vidas, cuantas más mejor. Y para ello hay que darse prisa. Mucha prisa.

-¿Me permiten pasar?, tengo mucha prisa -dice un señor en la cola del supermercado.

-Señor, todos tenemos prisa -clama alguien desde la indignación.

 Y la cola se irrita porque si hay algo que se lleva bien con la prisa es la irritación.

 Internet está lleno de ruido, pero también de prisa. Hay una dependencia a la prisa provocada por el exceso de comunicación. Una patología a la que no lleva la conexión permanente.

 Todo desemboca en una aceleración general, en una urgencia contagiosa ante tantas cosas como nos dicen que podemos hacer y que nos desbordan, en un temor constante a estar perdiéndonos algo, en una necesidad de estar siempre disponible para contestar.

 Si hay una imagen que resume esta enfermedad de la prisa  son los usuarios de los monopatines.

 Hombres y mujeres que se abren paso en la avenida, raudos como el viento, y a los que ya no les sirve correr para llegar al trabajo, a clase, a la cafetería. Tienen demasiada prisa.

 Luego están los calmosos, los lentos, los que te dicen que para llegar a donde todos vamos a llegar no son necesarias las prisas. Pero son los menos.

 Si había una actividad que marcaba el sosiego, la concentración y la dulce lentitud, esa era la lectura. ¿Se acuerdan?

 Y digo “era” porque esa lectura lenta, crítica, analítica y profunda ha sido también víctima de la prisa.

 Leer a toda prisa y de manera superficial es algo que caracteriza a los nativos digitales, a la llamada “generación google”.

“Asistimos a un cambio en nuestra forma de leer. Durante siglos apenas ha habido modificaciones…Ahora todo es diferente. Vamos saltando de un vínculo a otro. Leemos mucho pero de una forma muy superficial. Como sociedad estamos perdiendo la capacidad de formular ideas profundas y complejas…Tenemos que dar a la mente la oportunidad de manejar ideas complicadas” asegura Andrew Dillon, catedrático de Psicología de la Información de la Universidad de Austin, en Texas.

 Hay que reivindicar el derecho a la lentitud, a la calma, a quedarse en casa, al aburrimiento. Y verlos como opciones positivas que nos permiten crecer -aburrirse es encontrarse consigo mismo, pararse a pensar, soñar despierto, filosofar- y no como una pobreza a la que combatir. También el derecho a la espera, a la soledad, al silencio…

  Hoy todo conspira contra estos derechos. Vivimos en permanente estado de prisa, en pasar de una cosa a otra, de una experiencia a otra, de un viaje a otro, desterrando la constancia y la paciencia. Hay que reivindicar el derecho a aburrirse, repito.

 Habría que ponerlo en algún artículo de la constitución. Un artículo que dijera más o menos esto:     Toda persona tiene derecho a no hacer nada, a quedarse en casa, al aburrimiento, sin sentirse culpable, y, bajo penas severas, nadie deberá echarle en cara que prefiera cocinar su vida a fuego lento.

“Tras décadas de sumisión a la prisa, los tiempos propios (de la reflexión, la distancia y la maduración) son fundamentales para construirse a sí mismo como sujeto”, dice el filósofo y ensayista Daniel Innerarity.

 Hay que reivindicar el dolce far niente (el dulce no hacer nada), el tumbarse en la cama y permanecer durante horas mirando al techo, pensando en musarañas, estando en el maravilloso país de Babia, o en el de las Batuecas, jugando a matar las prisas.

 O tumbarse junto a un manzano y, aburrido como Newton, volver a descubrir la gravedad.



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