Ponerse límites

límite

(20/03/2019) Una de las expresiones que se ha puesto de moda en los últimos años y que goza de mayor fortuna -si por fortuna entendemos mayor uso en términos lingüísticos- es la de “ponerse límites”. Se oye en cualquier conversación, en cualquier debate, en cualquier tribuna relacionada con la educación y las buenas maneras.

 Así, si un niño se comporta como un auténtico gamberro ante las visitas, decimos que los padres no han sabido poner límites a su criatura, si una mujer o un hombre es humillado por parte de su pareja decimos que debió poner límites cuando iniciaron la relación y si el jefe abusa de su poder y trata a sus empleados como condenados a galeras, decimos que es porque nadie supo, en su momento, “poner límites” a tamaño verdugo.

  Y así podríamos seguir con otros ámbitos donde dicha expresión sienta cátedra, y que, bien pensado, no es tan novedosa como nos parece o como nos quieren hacer ver algunas mentes que creen que el mundo lo inauguraron ellos, pues todos recordamos aquella que tanto hemos empleado al hablar de la libertad: que la libertad de cada cual termina donde comienza la de los demás.

 Por eso, no deja de extrañar que haya un ámbito, el político, donde no parece tener cabida dicha expresión, donde está permitido de todo y donde el echar exabruptos al contrario y sembrar odios está dentro de la normalidad según podemos ver en los noticiarios ahora que ha comenzado la campaña electoral.

 Pero hay límites que cualquier político no debería cruzar, “rubicones” decisivos para la convivencia cuyo cruce debería estar penado con la cárcel o con la condena al ostracismo de quien los rebasa: el dividir a la ciudadanía, el enfrentar a los vecinos, el separar a las familias.

 Fomentar la división y el odio entre las personas, como vemos ha ocurrido y sigue ocurriendo en espacios donde siempre reinó la convivencia -en Cataluña sin ir más lejos- deberían ser los límites que nunca se deberían traspasar, el Mississippi que nunca debiste cruzar forastero, y quien lo hiciera, cualquiera que fuera el promotor de tamaño “cainismo” debería ser condenado a las más duras penas y a la prohibición de volver a ejercer cualquier cargo político.

 Esos políticos que empiezan señalando las diferencias de su grupo frente a las de los otros, las identidades culturales de su comunidad frente a las de los demás, el RH que los distingue y los diferencia de otros RH, antes o después esgrimirán en sus mítines el arma del odio al diferente, al distinto, al que está al otro lado de su línea de pensamiento.

 Por eso debería alguien poner límites a sus exabruptos mentales (ya que ellos no lo hacen), a sus opiniones extremas del todo o nada, del siempre o nunca, para que no rompan el delgado hilo de la convivencia con discursos que esgrimen un “ellos” enfrentado a un “nosotros”, con discursos de odio de quienes, por definición, deberían encargarse de gobernar la “polis”, la ciudad, poniendo las bases de la convivencia y la paz social.

  Pero, ¿quién pone límites a políticos sectarios cuando pregonan desde cualquier tribuna sus mensajes de intolerancia, de discriminación y de amenazas al otro?

 Dicen los psicólogos que con los límites se descubre la existencia del otro y la propia, el hasta dónde tú y hasta dónde yo  y que todo ello es muy sano para el crecimiento personal. Aseguran que tanto los límites físicos como los emocionales generan auto-regulación y autonomía y que ambos son básicos para la convivencia.

 Señor político, ponga límites a sus mensajes de odio, a sus expresiones vejatorias, ofensivas y extremas que buscan dividir a los miembros de una sociedad que vive en paz ahondando en el pozo de las diferencias (etnia, raza, religión, género, habla, orientación sexual, discapacidad), con mensajes despreciables que menoscaban su dignidad.

 El Tribunal Europeo lo expresa claramente señor político: “Los discursos políticos que incitan al odio basado en prejuicios religiosos, étnicos o culturales representan un peligro para la paz social y la estabilidad política en los Estados democráticos”.

 Sí, ya sabemos que la libertad de expresión es la regla que debe regir toda sociedad democrática, pero ¿qué hacemos con la dignidad de la persona, señor político?, ¿qué hacemos cuando sus exabruptos, sus leyes o sus políticas rompen la frágil línea de la convivencia que hemos mantenido durante siglos?

 ¡Póngase límites, señor político!



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