¡Palabra de honor!

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(30/10/2016) Hubo un tiempo en que niños y mayores sellábamos nuestros compromisos y nuestras promesas con una expresión tan corta como inapelable: ¡Palabra de honor!

 Eran tres palabras que arrojábamos a quienes dudaban de nuestra firmeza, de nuestro compromiso con la palabra dada, de la certeza de nuestras afirmaciones, sabiendo que, una vez dichas, ya nada se pondría en duda.

Aquel comportamiento, aquellas lealtades, los aprendíamos de nuestros padres que acudían a mercados y ferias, llenos de chalanes y tratantes, para rematar alguna compra con el único aval de la palabra dada.

-No pasaba nada si no llevabas dinero encima y no podías dar una señal, dabas tu palabra, o te daban la suya, y con eso bastaba -me decía mi padre.

Y los muchachos, en nuestros juegos e intercambios, empleábamos la expresión con la misma seriedad y contundencia con que la oíamos a nuestros mayores, tan conscientes de su valor que, a veces, nos ahorrábamos pronunciarla en su totalidad. “Te digo que te devolveré los cromos, ¡palabra!”.

Eran años en los que el dinero era escaso y los tratos y los contratos no daban para gastos de notaría. Bastaba con “dar la palabra” para que el negocio, el trato o el intercambio quedaran sellados y conclusos.

Todos sabían que aquella promesa, aquel negocio, se cumpliría a rajatabla, porque se había dado la palabra y lo peor que se podía decir de alguien era que no fuera hombre de palabra o simplemente que no tuviera palabra. “Ese no es hombre de palabra,  no tiene palabra”.

Hoy, hablar de honor está mal visto y por eso nos crecen los corruptos, gente sin honorabilidad que a nada que te descuides te roban la cartera.

Pero, aunque alejada de la honra, la palabra sigue manteniendo un aura de dignidad y aprecio a la que no es ajena el habla actual.

“Te doy mi palabra”, se decía y se dice con la resolución de quien da un tesoro. Porque la palabra siempre fue un objeto precioso que se daba o se tenía, “tienes la palabra”.

Tan precioso que el evangelio de Juan la elevó sin complejos a territorios de divinidad: “En el principio era la Palabra…y la Palabra era Dios”.

Algo tendrá el agua cuando la bendicen y algo tendrá la palabra cuando se equipara a la divinidad.

 Pero la palabra está perdiendo ese carácter sagrado que siempre la adornó y, sin el aval de su ministerio, los contratos se llenan de “letra pequeña”, esa verborrea escrita vomitada por vendedores sin palabra, por charlatanes obtusos, que buscan el engaño en quienes, confiados, compramos y firmamos letras.

Antes, la palabra, una sola, era suficiente para cerrar un trato. Ahora no. Ahora sobran las palabras.  Y el exceso de palabras ya sabemos que conduce al engaño, a la falta de compromiso, a la infidelidad. ¡Parole!, ¡parole!, parole! le gritaba Mina Mazzini a Alberto Lupo, harta de palabras dichas a la ligera, usadas como refugio donde esconder las miserias del desamor.

La palabra es un rayo, un tigre, un vendaval…pero ¡ay del que usa las palabras a la ligera”, amenaza la escritora boliviana Liliana Colanzi.

Hoy nos levantamos y nos acostamos entre palabras. Hay una inflación de palabras, una verborrea vomitada ad nauseam por los medios de comunicación que ni callan ni duermen.

Y esa “inflación palabraria es más jodida que la inflación monetaria y se cultiva con más frecuencia” que diría Eduardo Galeano.

Hay que volver a la palabra. A la palabra única. Porque cada palabra tiene su olor característico y su tacto, su colorido y su sabor. También su dueño que, a veces, ¡ay!, es rehén de sus palabras… Volver a la palabra de carne y hueso que sella tratos y es garantía de verdad. Que tiene vida propia y que, cuando se corta, censura o tergiversa, la lengua sangra. Y malherida, muere.

Debería haber un cementerio de las palabras olvidadas, igual que los hay para los libros olvidados, donde enterrar como se merecen aquellos términos y expresiones que marcaban nuestra dignidad en el mundo, como ese ¡palabra de honor! que ya nadie usa, porque hoy lo que vende es la picardía, el engaño y la falacia, sin que nadie se rasgue las vestiduras. Basta con abrir el telediario o con oír  a los políticos para ver cómo a la palabra -a la palabra dada- se la lleva el viento. Y así, no.



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