¡Mira quién compra!

(20/3/2013) Asisto asombrado a un nuevo programa de televisión -lo de asombrado es un decir pues en televisión pocas cosas pueden ya sorprenderme- en el que un grupo de personas participa en un concurso de salto. “Mira quién salta”, se llama el producto en cuestión.

Tras un largo y duro proceso de preparación y entrenamiento, en el que las cámaras registran fielmente la evolución del aprendizaje de los actores del salto, éstos se lanzan ante un público amplio -millones de personas lo ven por televisión- desde trampolines situados a distinta altura.

Pero lo que más me sorprende -y esto es un decir, repito- es que en dicho concurso no haya ningún saltador olímpico, o, en su defecto, algún saltador profesional, alguien que se dedique o entienda sobre el salto de trampolín.

En su lugar, los famosos -seleccionados, como es lógico, por su impacto mediático y no por su nivel deportivo, ni intelectual-, llegados de los más dispares oficios y lugares y que llenan las páginas de la prensa rosa o los programas de televisión, son quienes se lanzan desde las alturas.

El formato que ya ha presidido otros concursos -hubo otros como “Mira quién baila”, “Adivina quién viene esta noche”, “Adivina quién viene a cenar”,… – parece asegurar una audiencia que tiene entre sus aficiones más arraigadas e inquebrantables el contemplar al famoso de turno haga lo que haga o diga lo que diga…Que tanto da.

Lo importante es ver al famoso en las distintas actividades -como muy bien marcan las dos palabras “mira quién…” o “adivina quién…- y lo de menos es la actividad en sí, que ya se sabe que hay otros profesionales de la cosa que de seguro lo hacen mejor.

La fórmula es bien sencilla y tan antigua como el mundo de la televisión: Famoso + Televisión = Éxito de audiencia.

Siempre me dio que pensar el mutualismo que se da entre los famosos y la televisión. Cómo se necesitan. Cómo se apoyan, cómo se benefician…

Todo el mundo sabe que en el mundo animal el mutualismo se refiere a la interacción biológica de individuos de distintas especies para beneficiarse.

Pues eso mismo ocurre entre los famosos y la televisión. Ambos se benefician, vaya que sí, pero ¿de quién?. Usted y yo, a estas alturas de la película, ya lo sabemos: del que mira, calla y compra. Sobre todo compra.

Alguien dijo, y dijo bien, que el hombre es un animal que mira. Que mira para comprar, añado.

El hombre moderno, aislado en su casa-bunker, el fiel televidente, viene de siglos de vecindad y cotilleo, y cuando se ha visto exiliado en los cubos de hormigón que le aíslan del mundo y de los hombres, pide a gritos tener vecinos a los que ver y oír, como cuando los pueblos eran pueblos y las ciudades pueblos grandes…O sea antes de la tele y la velocidad. La prehistoria.

Con la casa y la tele, el hombre moderno se encerró en un silencio mortificante y perdió al vecino que le contaba dimes y diretes; chismorreos sobre los otros vecinos en aquel patio o corrala que era cualquier calle antes de la llegada de la ventana electrónica. Dejó de correr los visillos de sus ventanas contemplando al forastero que arribaba al pueblo, husmeando los manejos de la vecina de enfrente, para descorrer cada tarde la ventana digital de su salón.

El pueblerino, que somos todos, perdió el caballo, la casa, el saludo y al vecino. Sobre todo al vecino que le contaba las últimas novedades oídas en la taberna, en la fragua, en el salón de baile, en la barbería, en la tienda de ultramarinos, en el pórtico de la iglesia.

Quienes nacimos en la prehistoria -antes de la tele y la velocidad- y somos de pueblo, recordamos con cierta nostalgia aquellas visitas inesperadas que, tras llamar a nuestra puerta, eran recibidas por un miembro de la familia que, sorprendido, recorría raudo la distancia que había entre el umbral de la puerta y la cocina -con la lumbre encendida- para gritar al resto de los deudos: ¡Mirad quién ha venido!

Los visitantes, como era lógico, evaluaban la bienvenida por el grado de asombro y el nivel de gesticulación y de acogida mostrados por los visitados.

Pero llegó la televisión y, sus programadores, conscientes de la soledad del urbanita y del ruralita -que tanto monta, monta tanto-, trocaron aquellos visillos, descorridos con pudor vergonzante de voyeur, por el mando a distancia; y aquellas visitas vecinales, por los famosos de turno. Así de sencillo.

La televisión ha retomado -hasta donde es posible retomar algo que carece de la medida de lo auténtico y de lo humano- aquellas visitas, aquellos cotilleos, comadreos, habladurías y chismorreos más o menos inocentes, más o menos difamatorios, haciéndonos llegar cada tarde a nuestra casa la visita de los famosos a los que ya consideramos parte de nuestra familia.

Y como antaño, es ahora la tele quién nos grita: ¡Mirad quién viene esta tarde!, ¡mira quién salta!, ¡mira quién baila!

Aunque uno, que es un antiguo, un prehistórico como se dijo, echa de menos el no poder formar parte de la cháchara y tener que dedicarse a oír, ver, callar y hacer la compra. ¡Mira quién compra!



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