Melancolía

(20/9/2008) Hay dos clases de palabras: las que necesitan de la definición correspondiente para poder acceder a su significado y las que llevan la explicación encima sin necesidad de recurrir a ningún diccionario que las aclare.
Una de estas palabras es melancolía.
Hagan la prueba: repitan diez veces seguidas melancolía mirando a través de la ventana de su habitación -a ser posible un día lluvioso- y entenderán a la perfección lo que significa. Es más, si siguen pronunciándola acabarán adoptando el gesto y el sentir de un melancólico. O sea una tristeza vaga, profunda, sosegada y permanente como dice algún diccionario o una monomanía en la que dominan las afecciones morales tristes, que dicen otros.
Ese estado del alma, entre la ensoñación y la tristeza, puede aparecer en cualquier época del año, en cualquiera. Pero estarán conmigo en que al otoño le sienta como un guante.
Mucho es lo que se ha escrito sobre la melancolía y no es mi intención querer sentar cátedra sobre tan debatido asunto. Por lo que he podido saber para unos -entre los que me encuentro-se trata de un estado del ánimo, pasajero y fugaz, al que conducen los días plomizos y lluviosos; y para otros un estado permanente del alma, un lugar en el que se han quedado a vivir. Que ya lo dijo el cantante “si quieres encontrarme ya sabes donde estoy, vivo en el número 7, calle melancolía”.
Los melancólicos fugaces proclives al cambio de ánimo -esas personas que hoy se encuentran abatidas y mañana exultantes- necesitan del apoyo exterior -un pequeño empujón como si dijéramos- para que su estado aflore en las condiciones necesarias. La lluvia se convierte para ellos en un elemento imprescindible en ese “titubeo de aliento y agonía” que es toda melancolía como dijera Rubén Darío. Para el nicaragüense el matrimonio entre la lluvia y la melancolía es tan estrecho que llega a identificar ambos términos  preguntándose aquello de  “¿no oyes caer las gotas de mi melancolía?”.  O sea que si la melancolía hubiera de materializarse en algo, tomaría cuerpo de lluvia. Está claro.
Autores hay que dan a dicho estado anímico una importancia excesiva hasta el punto de lanzar a los cuatro vientos que sin ella, sin la melancolía, no hubiera avanzado la cultura. Así Eric G. Wilson en su libro “Contra la felicidad. En defensa de la melancolía” afirma sin tapujos que “fue el cavernícola melancólico y retraído que se quedaba atrás y meditaba, mientras sus felices y musculosos compañeros cazaban la cena, quien hizo avanzar la cultura”. Pues que bien.
De todas formas estemos o no de acuerdo con la afirmación anterior debemos agradecer la aportación del señor Wilson al tema que nos ocupa al señalar otros dos elementos que acompañan a todo melancólico: quedarse atrás y meditar. Y es que la melancolía necesita, a más de la lluvia, de la pasividad, del no hacer nada, del sillón con orejas que aísle del mundo. Y de la meditación.
Que la melancolía está ligada al ocio es de una claridad meridiana. Vayan ustedes a un currante y díganle si está melancólico y verán como les saca de toda duda. Por si acaso, háganle la pregunta cuando no tenga ningún ladrillo entre las manos. Por eso antiguamente siempre estaban melancólicos los mismos. Los que no hacían nada.
Quienes han trabajado y trabajan de sol a sol han tenido poco tiempo para las meditaciones y menos para la melancolía. Lo ocupaban en algo tan prosaico como el buscar algo que llevarse a la boca cada jornada, que solía resultar larga como un día sin pan.
Por eso plagiando a Víctor Hugo yo también afirmo que “la melancolía es el placer de estar triste”. Y añado que ese placer ha estado y está ligado a los que no hacen nada. Por eso quizá nuestra sociedad que es una sociedad de ocio es también una sociedad de melancólicos.
Y bien está que sea así mientras permanezcamos en dicha estancia. Porque hay una puerta a poco que avancemos que conduce a otra sala oscura y sin retorno: la depresión.
Y este es ya otro cantar.



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