Los catenati

catenati

(20/03/2018) Parece mentira, pero hubo un tiempo en el que se robaban libros.

 Hoy, inmersos como estamos en la dictadura de la imagen, con el libro sufriendo todo tipo de acosos y desprestigios, nos cuesta creer que hubiera alguien que pusiera en peligro honra y hacienda por atreverse a hurtar un libro, pero así eran las cosas para aquellos bibliófilos que consideraban que el mundo solo tenía sentido si eran capaces de hacerse con el libro de sus sueños.

 Aunque bibliocleptómanos ha habido siempre -recordemos, entre otros, a ladrones confesos de libros como los escritores Roberto Bolaños o Rodrigo Fresán- estamos hablando de otros tiempos, aquellos en los que los libros eran algo tan valioso e inaccesible para cualquier bolsillo -a excepción claro está del de los poderosos- que la única forma de hacerse con ellos era irrumpir en una biblioteca conventual o paraciega, a ser posible conventual -los palacios siempre estuvieron mejor guardados-, ocultarlo bajo la camisa o las calzas y llevárselo para casa.

 Y es que nada servía como remedio a los depredadores de la tinta. Ni la ocultación en oscuros e inaccesibles armarios donde no llegaban las ratas, ni las duras penas a las que se exponían los amantes de lo ajeno cuando fueran descubiertos.

 Ni por esas. Los ejemplares siguieron desapareciendo de las bibliotecas y los monjes franciscanos, agotada la paciencia del santo Job, suplicaron al mismísimo Papa de Roma que pusiera remedio a tanta tropelía.

-Santidad, denunciamos, postrados ante vuestros pies, que un día sí y otro también alguien se lleva los libros de nuestra biblioteca. Haga algo, Santidad, por el amor de Dios y de San Francisco. Piense, Santidad, que el trabajo del copista es tan duro que “se apaga la luz de los ojos, se dobla la espalda y aplasta vísceras y costillas, trae gran dolor a los riñones y cansancio a todo el cuerpo”.

 Y Pio V tuvo que poner santo remedio, emitiendo una cédula que, ya puestos, lo hacía como era práctica común en aquellos años. A las bravas. Con excomunión incluida para los afanadores.

Era el año 1568 y la Universidad de Salamanca se apresuró a resumir la cédula del Sumo Pontífice para ver si así, con el miedo al “más allá” y a los fuegos del averno, los cacos desistían.

 “Hai excomunión reservada a su santidad contra qualesquiera persona, que quitaren, distraxeren, o de otro qualquier modo enagenaren algun libro, pergamino o papel de esta biblioteca, sin que puedan ser absueltas hasta que esta esté perfectamente reintegrada”.

  Los monjes del monasterio de San Pedro, en Barcelona, tampoco se quedaron cortos en amenazas. Sin esperar a Roma, siempre tan prudente, lanzaron el siguiente aviso:

“Para aquel que robe, o se lleve en préstamo y no devuelva, un libro de esta biblioteca, que su mano se convierta en serpiente y lo desgarre. Que quede paralítico, y que estallen sus miembros. Que languidezca en dolor, aullando por misericordia, y que su agonía no cese hasta que se hunda en la disolución. Que los ratones de los libros roan sus entrañas como el gusano que no muere, y cuando finalmente se vaya al castigo final que las llamas del infierno lo consuman por siempre y para siempre. Amén”.

 Pero como el miedo es libre y el horror al averno es cuestión de fe, y como las maldiciones raramente se cumplen, algún descreído siguió practicando el robo por lo que se ideó poner gruesas cadenas al objeto de tanto deseo que eran los libros, atarlos al duro banco lector, al  scriptorium, cual condenados a galeras, para que nadie tras leerlos pudiera llevárselos. Surgieron así los libri catenati (libros encadenados) en las distintas bibliotecas del mundo en un afán de poner justo remedio a las fechorías de tanto ladrón ilustrado.

 Si viajan ustedes a la Biblioteca Medicea de Florencia, situada en el Convento de San Lorenzo (famoso, entre otras cosas, por contener las tumbas de la familia Médici), además de subir por la espléndida escalera diseñada por Miguel Ángel se toparán en su interior con los catenati, libros valiosos que por serlo hubieron de ser protegidos del hurto atándolos con cadenas a la bancada.

Y cuando vayan a Salamanca para admirar la fachada de su universidad, pasen a su biblioteca antigua y busquen la cédula que emitió Pío V y de la que más arriba les hablé.



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