Libros como pistolas

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(20/06/2016) Si han leído el Nombre de la rosa de Umberto Eco o han visto la magnífica película de igual nombre, entenderán lo que les digo: el libro envenenado por Jorge de Burgos en la abadía benedictina de los Apeninos, nos ha llevado a evitar la gustosa costumbre de mojar nuestros dedos en la punta de la lengua para pasar página. No queremos ser Berengario, ni Adelmo, ni Malaquías, ni Venancio. Tampoco leer el Segundo libro de Poética de Aristóteles para morir de risa en el intento.

 Porque “nada es más espantoso que la risa” según nos previno Alejandra Pizarnik en La condesa sangrienta, basándose en el libro homónimo de Valentine Penrose. Libro que mata, dicen, de roja belleza.

Al parecer Umberto se basó en el libro Las mil y una noches y en la leyenda que asegura que quien lo lee, muere. Como morían quienes leían Sobre el alma o sea el Fedón de Platón. Y entre ellos, Cleómbroto de Ambracia que se precipitó al vacío desde una alta pared al grito de “Sol , adiós” sin que se sepa muy bien el por qué, aunque quienes escarban en el morbo y buscan justificaciones dicen que fue tras leer el Fedón y aprender en él que no había que temer a la muerte.

Ahora que termina la Feria del Libro, aquí en Valladolid, donde hemos disfrutado de tan buena y saludable literatura, uno se extraña ante ese cariz maldito que tienen algunos libros. Libros que llegan a matar, que ya es llegar lejos.

Eso le pasó a Enrique Zapata, protagonista de un cuento de Alexander Prieto Osorno que murió por exceso de literatura. Le cayeron encima trescientos kilos de libros. Pobre.

Pero la desventura de Zapata le sirvió al autor colombiano para ganar el Premio Internacional del Cuento Juan Rulfo 2000. Que no hay mal que por bien no venga.

En este malditismo literario o libresco habría que incluir al Werther de Goethe que llevó al suicidio a muchos jóvenes románticos, o las Clavículas de Salomón que condujo y conduce a la muerte por sugestión a quienes se han sentido hechizados por las extrañas pócimas y conjuros que esconden sus páginas.

¿Ocurriría lo mismo con El guardián entre el centeno de Sallinger que acompañó al asesino de Lenon y a otros famosos sicópatas?, ¿esconde alguna fórmula mágica entre sus páginas? Nunca lo  sabremos. Son esos misterios que encierra la literatura y que nunca se desvelarán.

Y, ya puestos, ¿qué decir de los libros que acompañaron a los más sanguinarios dictadores de la historia? Esos hombres que amaban los libros y odiaban a los hombres.

Seguramente las respuestas a nuestras preguntas nos la daría el susodicho Alexander Prieto Osorno, autor de “libros que matan”, obra que se estudia con ahínco en las universidades e institutos de Colombia, según me han dicho.

Hay libros como pistolas que apuntan a la frente del lector, que turban la mirada y las ideas como dice Camus en boca del protagonista de El extranjero. Novela en la que el sol se  convierte en causa absurda del crimen (ese sol que ciega al protagonista, a Meursault, ese sol que es el mismo sol del día del entierro de su madre).

El sol, el brillo intolerable entre el arma asesina y el sol, le conducen, alucinado, al crimen.

Como el sol, el libro también puede ser ese asesino por accidente, por alucinación, y matar por la verdad que promueven sus asesinos de ficción.

Quien diga que es absurdo dar al libro tanto poder argumental como para justificar un crimen que piense en El extranjero de Camus.

Todo está en los libros, les decía hace diez días. Todo. La salud y la enfermedad, las alegrías y las penas, la vida y la muerte… También la muerte.

Y de ese todo, cada cual toma lo que le interesa y hace la lectura que le conviene. Como Hitler. O como Stalin. Ambos lectores compulsivos. Ambos novios de la muerte.

“Yo tomo cuanto necesito de los libros” dijo el Führer y tomó la muerte. Y compuso la mayor sinfonía mortal de la historia.

Pero al libro le juzgaremos siempre por los hechos vitales que promueven sus páginas más que por los crímenes que sugiere, aconseja o logra. Esa es la grandeza del libro.

Los libros matan. Sí. Matan el aburrimiento y, sobre todo, la ignorancia, aunque, a veces, emane de ellos un vapor pestilente que genera las bubas que conducen a la muerte. Nadie es perfecto.



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