Lector callejero

callejerosss

(10/07/2021) La imagen me pareció como sacada de contexto. Como más propia del siglo pasado que de este. Una imagen como de aquellos felices años veinte (menos felices de lo que se nos ha hecho creer) o, si me fuerzan, una imagen decimonónica.

 Un hombre de unos setenta años, década arriba, década abajo (ya les dije en otra ocasión que hay una edad indeterminada, difusa, en la que los sujetos pueden tener por su aspecto diez años más o diez años menos) cubierto con sombrero panamá y como salido de una película de Luchino Visconti, leía un libro sentado en uno de esos bancos que la municipalidad abandona por las calles para alivio de palomas y sueño de vagabundos.

 La primera vez que lo vi, entre asombrado y curioso, solo pude captar que el sujeto, concentrado en la lectura e indiferente a los paseantes, leía un libro con un agresivo color rojo en la cubierta.

“Un rara avis en la ciudad de Delibes” pensé mientras seguía mi camino a ninguna parte cargando en las alforjas de mi retina aquella imagen extraña, más propia de un balneario viscontiano, como les dije, que de una ruidosa ciudad mesetaria.

 El segundo avistamiento fue cerca del supermercado al que acudo cuando la necesidad obliga. Allí, en otro de los bancos grasientos y descuidados que siembra el ayuntamiento, se hallaba el mismo lector con el mismo libro rojo entre las manos.

 Disimulando hasta donde pude, tiré de mis instintos atávicos de mirón irredento y me detuve lo suficiente como para comprobar que no toda la portada era roja (una mancha azulona manchaba su centro) y para robar unas letras de la portada sin incomodar al viejo: AUEL.

 Eran unas letras enormes escritas en un blanco que destacaban sobre el rojo agresivo del resto.

 Con aquella captura, más contento que cazador furtivo portando su presa, acudí al buscador, a esa enciclopedia que resuelve cualquier duda, a ese chivato universal que nos ofrece en bandeja  la vida de cualquiera que se nos cruza.

 Metí “Auel” y…¡milagro!.. con solo estas cuatro letras apareció ante mí ojos Jean Marie Auel, una señora rubia y satisfecha, de picarones ojos azules, portando el mismo libro que mi héroe del banco: The land of pinted caves (La tierra de las cuevas pintadas).

 El resto se lo pueden imaginar. Ya puesto, curioseé sin pudor en la biografía de la escritora -era una manera de fisgonear en la biografía del lector del banco- y me entero que se trata de una escritora estadounidense, autora de la saga Los hijos de la tierra donde indaga sobre la posible interacción entre cromañones y neandertales y a la que recientes estudios genéticos han dado la razón al descubrir que los humanos modernos, usted y yo, compartimos un 4% de genoma con los neandertales.

 También que la autora ha vendido más de cuarenta y cinco millones de ejemplares en todo el mundo, ha sido traducida a varios idiomas y es madre de cinco hijos. Casi nada.

 He vuelto a ver al lector. Seguía su lectura mañanera en otro banco con la misma concentración y la misma elegancia.

 Y al hacerlo me ha parecido que, ¡ahora sí!, le conocía de años. Que sabía mucho más de su persona que lo que ofrecía su mero aspecto físico. Que la escritora me había desvelado al lector.

 Nunca sabrá el lector callejero de unos setenta años, década arriba, década abajo, todo lo que le ha enseñado, con su sola presencia, con tan solo su gesto lector, a este aprendiz de plumilla que les escribe y posiblemente les aburre con sus artículos.

¿Quién dijo que leer solo alimenta el espíritu del lector y deja fuera del banquete a los que miran de lejos?

 A las pruebas me remito. Hay libros que como algunas canciones pueden tocarse al piano a cuatro manos y leerse desde la distancia.

 Recuerdo, cuando niño, ver a maestros leyendo en el patio de la escuela mientras la muchachada jugaba al pilla, pilla. También a padre ensimismado con un libro prestado, leyendo al amor de la lumbre mientras se consumían las últimas brasas y todos -¿todos?- dormíamos.

 Ellos hicieron, sin proponérselo, los lectores que somos.

 Hoy es difícil que los alumnos vean a sus maestros leyendo en el recreo.

 Como es difícil ver a un lector que, en plena calle, sentado en cualquiera de los bancos que abandona el ayuntamiento, lea un libro con la devoción de un comulgante.



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