Las provincias de Bélgica y el rescate

(10/9/2012) Mientras el verano da sus últimos estertores y la ciudad se sumerge en el bullicio pagano de la fiesta, leo el libro “Isabel Clara Eugenia” de la escritora Ruth Betegón Díez. Y mientras recorro el periplo vital de la hija más amada por el rey más poderoso del planeta en su tiempo -Felipe II de España-, me viene a las mientes o sea a los pensares, el gran desconocimiento que esta Europa de los mercachifles y las primas de riesgo tiene de su propia historia.

Ahora que desde Bruselas se plantean medidas políticas y económicas que afectan a toda Europa y en especial a la siempre malgobernada España, ¿se acuerda alguien que hace apenas trescientos años la capital de Europa pertenecía a la monarquía hispánica junto con Breda, Gante, Amberes, Ostende, Nieuwpoort, Arrás, Brujas, etc? ¿Recuerda alguien que donde hoy debaten los parlamentarios encorbatados europeos gobernó como soberana la hija del rey Felipe II?

La historia, esa asignatura olvidada y vejada en casi todas las programaciones educativas actuales, le permite a uno evadirse de la mediocridad y abrazarse al sueño del pasado. A lo que pudo haber sido y no fue. ¡Ay!

Habría que volver a revalorizar las lecciones de historia no como sustitución de las asignaturas tecnológicas, Dios me libre, sino como complemento al vértigo al que nos conduce el mundo digital.

Pero vuelvo a Bruselas y a sus esperanzas de que la nación del sur, España, pida por fin el rescate que le permita salir del abismo económico en el que, dicen, está a punto de precipitarse. Esa Bruselas que dentro de los Países Bajos y junto al Franco Condado, el Ducado de Milán, el reino de Nápoles -con las islas de Cerdeña y Sicilia- perteneció a la nación a la que ahora urge a pedir su ayuda.

¡Si los Felipes -II, III y IV- levantaran la cabeza!…

Vale tanto mi hija Isabel que un ducado no basta para casarla : necesita un reino, y no ciertamente de los menores, sino de los más grandes; tan grande es ella en todo; y tengo por seguro que no habrá de faltarla; por tanto bien puede esperar”, presumía un orgulloso Felipe II cuando se refería a su adorada hija.

Y aquel reino, digno de tal vástago, resultó ser Flandes, la joya de la corona hispánica. Las tierras de donde nos llegaban los mejores artistas, los grandes humanistas… Joyas, tapices, libros…

He aceptado de manos de mi padre , con el más vivo reconocimiento, la soberanía de las provincias bélgicas; y considero como una dicha singular y un beneficio muy grande haber encontrado en ellas hombre de tal valer y de tal mérito como vos” escribía Isabel a Justo Lipsio uno de los grandes humanistas de la época e importante escritor con quien se carteó Francisco de Quevedo y Villegas.

Pero la infanta había ido a gobernar, junto con su marido el archiduque Alberto, un avispero atizado por odios religiosos antiguos, por ansias de poder eternas. Los mismos odios que han atizado y siguen atizando esta Europa tan llena de desencuentros como carente de hombres que sepan unirla.

Tras guerras, asedios y motines sanguinarios que hicieron exclamar a Justo Lipsio “commune sepulchrum Europae sumus” (somos el sepulcro universal de Europa), Isabel logró la deseada paz con las provincias del norte, la famosa Tregua de los doce años. Luego pudo dedicarse a lo que de verdad le gustaba: el mecenazgo de artistas, la fundación de conventos y los paseos por el campo aprendiendo las sabias lecciones que da la naturaleza.

Los belgas, hay que subrayarlo, deben a una infanta española el que su capital, Bruselas, se convirtiera en una de las cortes más brillantes de Europa con artistas como Rubens, Jan Brueguel o Anton Van Dyck; con humanistas como Erasmo, Justo Lipsio o Luis Vives y con políticos de la talla de Alejandro Farsnesio o Ambrosio de Spinola.

Los belgas deben a la hija del rey Felipe II la lucha por la paz y su logro. Paz que, no lo olvidemos, favoreció la recuperación económica y cultural de aquellas lejanas provincias bélgicas.

Se lo recuerda a los amnésicos del pasado, perdidos en el bosque de cifras de la prima de riesgo y en el torbellino de los mercados, Ruth Betegón Díez.

Gracias profe.



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