Las esquinas del Nobel

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(20/4/2015) Siempre me dieron cierto miedo y mucha desconfianza los íntegros, los honorables y los santones. Esa raza de hombres enteros y sin doblez, sin sombras ni esquinas, que se erigen sobre los demás como intachables e impolutos. Esa clase de personas, siempre me pareció temible a más de mendaz.
Por ello, que Günter Grass, excelente escritor alemán, tuviera esquinas -“Günter Grass, un grande con esquinas”, tituló un importante rotativo español un artículo tras su fallecimiento- lejos de alejarlo de mis simpatías como escritor y como hombre, lo acerca.
¿Se puede perdonar a alguien que falsee su biografía? ¿Y a quien humilla y amonesta en público a compatriotas por acciones que él ha practicado y ocultado?¿Se puede perdonar a Günter Grass de estos y otros desmanes?
Aunque la capacidad para olvidar o perdonar es inherente a la condición humana, en ese cometido cada cual tiene su listón más o menos alto, o no lo tiene.
Salman Rushdie, escritor y ensayista inglés, que lo conoció y lo vio bailando, confiesa en una reciente entrevista:
“Mientras daba vueltas y giraba y se agachaba jubilosamente, comprendí que él era esto precisamente: el gran bailarín de la literatura alemana, bailando a través de los horrores de la historia hacia la belleza de la literatura, sobreviviendo al mal gracias a su gracia personal, y también a un sentido de lo ridículo propio de un cómico”.
En cualquier caso -y la vida de Grass lo corrobora- si hay algo auténticamente humano en nosotros, ese algo es la imperfección, la vulnerabilidad, la caída, la doblez, el pecado, la “esquina”…
Por eso los santos que acumulan en su biografía alguna imperfección, algún desatino o yerro que los hizo caer una y otra vez para luego levantarse, son los que suelen resultar más atractivos para el común de los mortales. Esa debilidad, esa carencia, les hace más humanos, más cercanos, más modélicos para quienes nos gustaría ser como ellos.
Vean, sin ir más lejos a Santa Teresa de Jesús, más santa, si cabe, por sus imperfecciones, por sus defectos, por su terquedad ante sus superioras, por sus problemas con la obediencia, por su vanidad:
“Dios mío, ¿debo escribir que en mi juventud fui ruin y vanidosa y que por eso ahora Dios me premia? Dios mío, ¿debo escribir? Pensará vuestra reverencia que divago, que pierdo el hilo, que hago literatura, como una dama cualquiera aburrida de festines que se lanza a las novelas…”.
“Fue una persona íntegra y sin doblez” se dice de alguien de vida ejemplar cuando ya no está entre nosotros. Pero luego escarbando en su vida, investigando en sus quehaceres, hablando con sus parientes, se concluye, felizmente, que como cualquiera de nosotros tuvo sus más y sus menos, sus dimes y diretes, sus debilidades y torpezas. Como todos.
Como Simón Pedro, destacado discípulo de Jesús de Nazaret, que cuando los vientos son contrarios y apresan al Maestro es capaz de negar a su mentor tres veces antes de que cante un gallo. Aquella cobardía, aquel llanto de impotencia y arrepentimiento al comprobar que ha negado al Amigo, le acerca a quienes hemos tropezado y caído tantas veces.
Porque en todos nosotros hay esquinas y torpezas más o menos graves, como en Günter, como en Pedro, como en Teresa, como en Harry…
Oigan a Hermann Hese, premio Nobel de Literatura y autor de “El lobo estepario”:
“Harry halla en él mismo un “hombre”, esto es, un mundo de ideas, sentimiento, cultura, de naturaleza sometida y exaltada, y al mismo tiempo encuentra en su interior un “lobo”, un mundo sombrío de instintos, de fiereza, de crueldad, de ruda naturaleza, no exaltada”.
Importa conocer esta dualidad que nos impregna y acompaña para comprender tantas flaquezas de la condición humana, para luchar por ser mejores, por buscar que predomine en nosotros el lado más humano. Lado que se manifiesta en las buenas acciones, en los hermosos pensamientos, en los sentimientos nobles.
Pero sin olvidar que a pesar de buscar la excelencia moral siempre están al acecho y dispuestos a aflorar lo sombrío, lo siniestro y lo “lobuno” que hay en nuestro interior como en aquel hombre partido en dos, “El vizconde demediado”, de Italo Calvino.
Eduardo Galeano, escritor uruguayo y una de las plumas más importantes de la literatura iberoamericana, que a efectos propagandísticos tuvo la mala suerte de morir el mismo día que el Nobel Gunter Grass -aunque a él, que no se vestía con el poncho de la vanidad ni con el de la soberbia, no le habría importado- escribió en “Patas arriba. La escuela del mundo al revés” (Extracto de “El derecho al delirio”) una frase que puede servirnos de colofón a lo apuntado en este artículo:
“Seremos imperfectos porque la perfección seguirá siendo el aburrido privilegio de los dioses”.

 



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