La soledad del conectado

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(20/01/2020) “A mis soledades voy, de mis soledades vengo” escribió Lope de Vega y cantó, mucho tiempo después, el grupo Mocedades para advertirnos que lo de la soledad era un bucle de difícil salida. O un laberinto como también diría Octavio Paz: El laberinto de la soledad.

 Luego llegó Internet con las redes sociales y el viejo deseo del cantante Roberto Carlos “yo quiero tener un millón de amigos” pareció hacerse realidad entre los usuarios que pueblan la Red. Como la cantante Melani que, tras quedar en tercer lugar en el concurso televisivo Eurovisión Junior, exclamó “ahora tengo amigos en toda Europa”.

 Y digo “pareció” porque la soledad (como el dinosaurio del relato de Augusto Monterroso) sigue estando ahí y ya hay quien habla de ella como la epidemia del siglo XXI. Una epidemia en alza que alcanza a muchos hiperconectados a las redes y que demuestra que coleccionar “me gusta” no es lo mismo que tener amigos y que las prótesis que nos acompañan (tabletas, auriculares, móviles…) lejos de hacernos más sociables nos aíslan del entorno sin que podamos tener relaciones sinceras y profundas con él.

 Soledad de sentirse solo sin quererlo ni pretenderlo, distinta a la soledad buscada para encontrarse con uno mismo, para reflexionar, meditar, pensar. Pues hay una soledad con la que conviene llevarse bien porque es fuente de creatividad y conocimiento. De armonía y equilibrio. Somos seres sociales, sí, pero también somos seres solitarios desde la cuna hasta la muerte.

 Hablo aquí de la soledad no buscada. Soledad peligrosa, generadora de vacío existencial, tristeza, depresión, adicciones, drogas y hasta de suicidio. Soledad que busca, sin conseguirlo, la conexión con los que nos rodean, con esas personas con las que nos relacionamos diariamente: familia, amigos, vecinos, camareros, compañeros de trabajo, vendedores.

  Conexiones basadas en sonrisas, gestos, miradas, palabras, saludos… que nos hacen sentir bien, aumentan nuestra autoestima y contribuyen a nuestro bienestar.

 Algo tan sencillo como sonreír, hablar o quitarse los auriculares cuando vas por la calle (esa coraza que te aísla del mundo), se echa de menos en nuestro tiempo.

En mi anterior artículo les hablaba de gestos, como el de esas personas mayores que entregan el monedero para que les cobren la compra; pero, qué me dicen del gesto de quien tiene que quitarse los auriculares para oír lo que le dice quien sube con él en el ascensor. Estamos ante gestos que retratan una época.

Cuando todos estamos a la distancia de un golpe de click, cuando podemos conversar con cualquiera que se halle en cualquier lugar del mundo, resulta que cada vez más ancianos pasan meses sin que nadie se pregunte por su paradero, que mueren solos y son descubiertos días, semanas y hasta meses después de haber fallecido.

 Soledad de ancianos, pero también soledad de jóvenes, de adolescentes.

 La soledad se está tratando en algunos países como un problema de salud al que hay que diagnosticar, prevenir y tratar. ¿Cómo? Con llamadas telefónicas, visitas al hogar, servicios sociales, programas comunitarios.

 O dejándolo a la iniciativa privada de emprendedores como Chuck McCarthy, creador de The People Walker, que desde 2016 cobra por pasear, acompañando a quien lo suplica, previa  verificación de sus antecedentes penales y seguimiento de la ubicación del usuario durante el recorrido.

  O con empresas como “Amigos de alquiler” que ya cuenta con seiscientos mil socios en EEUU que pagan entre diez y cincuenta dólares a la hora y aceptan unas condiciones: juntarse en un lugar público, decirle a un conocido donde va a estar, tener el móvil a mano…

 Ya se habla de “soledad crónica” en adolescentes lo que está haciendo sonar todas las alarmas en muchas familias que no saben qué hacer con sus vástagos.

  Estar conectados a las redes puede llevar a estar desconectados del mundo real, algo que no puede permitirse nuestra especie que lleva en su ADN la necesidad de contacto físico. De vernos, mirarnos, olernos, oírnos, gustarnos.

 Tendrán que ser las familias las que en esto como en tantas cosas, tomen las riendas de la educación de sus hijos y desde niños les ayuden a distinguir los amigos virtuales de los amigos reales. A saber desconectar sus pantallas y conectarse con el mundo real.



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