La ruta

(10/9/2011) No estaba en la agenda. La excursión o ruta turística, que nos proponíamos llevar a término, estaba perfectamente diseñada: Valladolid-La Santa Espina- Urueña- San Cebrián de Mazote. Hasta ahí. El resto… improvisación pura y dura. ¿Que pasamos por Wamba y queremos parar?, pues paramos, ¿que no?, pues adelante. No estaba en la agenda. Y paramos.
Pocas veces, quien escribe este cuaderno de bitácora, ha tenido la sensación de haber acertado un pleno al quince -culturalmente hablando, claro-. Pocas veces. Pero la tuvo, ¡vaya si la tuvo! cuando tomó la decisión de parar a contemplar la Iglesia de Wamba.
Podía haber estado cerrada. Podía. Pero estaba abierta y bien abierta. Me explico. En su interior un guía joven, aunando inteligencia, riqueza y fluidez expresiva, sabiduría histórica y artística a raudales y una sonrisa fresca, aún sin contaminar, nos dio la mejor lección de lo que tiene que ser o debe ser un guía turístico.
Sé que no se puede pedir tanto. Que hay que exigir lo exigible y que la sonrisa o la juventud no tienen por qué estar en el menú de quien te sirve. Lo sé. Sé, también, que estas cosas pasan en todas las profesiones o como diría el castizo que “en todas partes cuecen habas”. Y que aquí, allá o acullá, de repente, puede surgir alguien que te apabulla desde su buen hacer dejándote “tocado” en el mejor sentido de la palabra.
Embelesados bebimos la historia y el arte que encierra el templo de Wamba, su porte mozárabe, sus ricas pinturas románicas, su osario…con el telón histórico de los últimos reyes visigodos en España, y un Wamba obligado a reinar y luego traicionado. Porque el buen guía, sabe aunar arte, historia, religión, filosofía y actualidad a un tiempo.
Con el estómago cultural casi saciado, llegamos al Monasterio de la Santa Espina, hoy Escuela de Capacitación Agraria de la Junta de Castilla y León. Y de nuevo, como si la mañana estuviera tocada por una varita mágica, se repitió el milagro.
Una explicación detallada, un tono acogedor y familiar, una motivación profunda, un saber decir y explicar a mayores y niños. Todo ello unido en un guía que lleva ya años en el oficio. Entregado como el primer día. Sintiendo el mensaje. Catequizando en el arte y en la cultura. Sin caer en la deformación profesional del palabrero. De quien termina, ¡pobre!, expresándose como un loro o como una máquina parlante.
Imagínense. Un día sí y otro también, un año y otro año, diciendo lo mismo, intentando enamorar al oyente, buscando atraparle en la red de sabiduría que encierran los lugares y los objetos. Procurando que el visitante sienta y valore aquello que le enseñas, como a ti te ocurrió en su momento. Sin que la rutina tome asiento en tu profesión.
Porque viendo una obra artística, un espacio conventual, estás viendo pasar a toda la humanidad, su historia, sus afanes, sus saberes, sus amores, sus miedos.
Y el guía, el buen guía te convierte por un momento en todo un filósofo que intenta responder a la lluvia de interrogantes que le caen encima cuando admira objetos y espacios anclados en el tiempo. Y no digamos cuando contempla el osario de Wamba.

Y llegamos a Urueña, la Villa del Libro. Y paseamos por su muralla contemplando el más hermoso paisaje de Castilla. Con la vista perdida en sus infinitos ocres. En un mar que, burlando la gravedad, se ha anclado en su cielo. Otra vez filósofos.
Y, tras la comida, a San Cebrián de Mazote.
Un día perfecto.



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