La miel del mal

(20/10/2013) Se me ocurrió en la parada del autobús. Sí. En ese lugar anodino y banal en el que ves llegar a todos los vehículos menos al tuyo y que cuando por fin llega miras a tu reloj para comprobar, derrotado, que, andando, habrías llegado antes. Sí, en la parada. Ese túnel del tiempo. Allí mismo decidí escribir este artículo.

Pensaba, mientras veía pasar todos los números, sin que llegara el mío, lo dura que es la espera -el que espera desespera, dicen- y lo fácil que sería hacerlo, digamos con algún “chute” o “colocón” de esos que hacen que el tiempo fluya como una nube. Esos que, según dicen, ocasionan cambios temporales en la percepción y todo te resulta más llevadero. Una anestesia del reloj. Del tiempo.

Y como el pensamiento es un nómada incorregible, se me ocurrió escribir sobre los escritores que han usado sustancias, hierbas o pociones psicotrópicas. Esos agentes químicos que influyen en tu estado anímico y que hacen que tu conciencia y comportamiento se adentren en bosques alucinógenos, en praderas psicodélicas, en conventículos seráficos. Ya ven a lo que lleva la espera inútil del bus.

Baudelaire, por ejemplo, incluido entre los poetas malditos por su vida de bohemia y sus excesos, hizo su particular bajada a los infiernos (o a los cielos, ¡quién sabe!), gracias a la absenta – brebaje alcohólico preparado a base de hierbas y apodada el “hada verde” por unos y el “diablo verde” por otros. Y tanto bajó al inframundo que hubo autores que le llamaron el “Dante de una época decadente”.

Uno de ellos fue Barbey d´Aurevilly que, como autor de Las diabólicas y de muchas novelas de tema demoníaco, sabía lo que decía y por qué lo decía.

La absenta, una de esas sustancias psicotrópicas inductora a la inspiración artística, fue consumida por figuras como Oscar Wilde, Van Gogh, Degas, Manet, Hemingway, Álvares de Azevedo, Verlaine, Rimbaud, Pessoa, Srrindberg, Picasso y demás fauna del París decadente de finales del XIX y principios del XX.

Vean ustedes el cuadro El bebedor de absenta de Viktor Oliva o El ajenjo de Edgar Degas y comprueben el estado de quienes se “chutaban” en los cafés bohemios de La France. Vean.

También el láudano, tintura alcohólica de opio, conocido como diablo o fumar diablo, gozó de fama psicodélica entre la bohemia decimonónica. Muchos escritores lo probaron para estimular su talento literario. Entre ellos el mismo Baudelaire que no se privaba de nada y nos legó esa obra maestra cuyo título es, por lo demás, bien elocuente: Las flores del mal.

Entre los españoles puede servir de ejemplo el poeta mallorquín Ángel Velasco, premio Loewe de Poesía y uno de los grandes de su generación, fallecido en el 2010 tras dejarnos una docena de volúmenes, que usó sustancias psicotrópicas para componer obras como La miel salvaje.

La dietilamida de ácido lisérgico, lisérgida o ácido, conocida por todos como LSD, está detrás algunas de las obras de nuestros admirados escritores.

Sus efectos alucinantes producen sinestesia, percepción distorsionada del tiempo y disolución del ego (que lo dice la Wiki).

Y es que cuando estás ante el folio en blanco y quieres escribir pero no sabes cómo, o cuando esperas inútilmente al autobús en tu parada, echas de menos ese oír colorear, ese ver sonidos, ese estado en el que percibes sensaciones gustativas al tocar un objeto. Ese soñar con los ojos abiertos.

El LSD está detrás de la fuente creativa de escritores como Allen Ginsberg, autor de “Aullidos” (Howl), obra conocida por su sincera frase inicial: “he visto a las mejores mentes de mi generación destruidas por la locura”.

Concluyendo: la relación entre droga y literatura ha sido más estrecha de lo que la gente cree y han sido muchos los que se han metido en jardines alternativos a la cruda realidad que no querían vivir.

A la marihuana (Shakespeare, Burroughs, …), a la mescalina (Antonin Artaud, Henry Micheaux. Aleister Crowley, Sartre, Aldous Huxley, …), a la cocaína (R.L. Stevenson, Stephen King, …), al opio (Jean Cocteau, De Quincey, …), al alcohol (Faulkner, Poe, Hemingway, …), a la heroína, al hachís, a los antidepresivos, etc., etc… les debemos, sin duda, muchas obras inmortales.

A ellas y al talento de escritores geniales. Otros cayeron en el intento. Les sobraba “chute” y les faltaba talento.



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