La experiencia de éxito

(1/7/2007) Es un hecho constatado por quienes investigan el hecho educativo, que hay alumnos que terminan la escolaridad obligatoria sin haber experimentado nunca el éxito en alguna de las distintas áreas que conforman el currículo escolar.

Si consideramos que esa experiencia de éxito alimenta la  autoestima que cada uno de nosotros necesita para crecer interiormente  – se construye en los primeros años de la vida a partir de lo que otros piensan sobre uno mismo- y que esta autoestima es uno de los componentes básicos del equilibrio emocional y social; vemos entonces las graves consecuencias que, no sólo en el ámbito del aprendizaje sino en el de la propia realización personal, tiene la carencia arriba apuntada.
Todos, niños y adultos, necesitamos que alguien, alguna vez en nuestra vida laboral o estudiantil, valore positivamente nuestro trabajo y nos aliente a seguir en la línea marcada o a repetir determinado comportamiento porque lo hemos realizado adecuadamente.
Ya desde los primeros niveles el niño busca ansiosamente la aprobación de su profesor sobre los trabajos que realiza  – quien se asoma a una escuela de párvulos se sorprende por el constante ir y venir de los pequeños a la mesa de su profesora para enseñarle cualquier tipo de realización -, búsqueda que continúa  en los cursos superiores aunque sin la urgencia y premura de los primeros niveles.
Dosificar inteligentemente tanto las aprobaciones como las reprobaciones a los estudiantes debería ser uno de los primeros conocimientos a encontrar en las alforjas de cualquier docente que se precie.
Cuesta creer que un niño sea “malo” en todas las áreas del aprendizaje escolar  – como cuesta, igualmente, creer que un niño sea “bueno” en todo -  y que no haya ningún momento a lo largo de su permanencia en el centro educativo en el que sus realizaciones sean dignas de algún tipo de elogio por parte de sus maestros.
Y es que  si un niño no experimenta las mieles del éxito en la escuela, difícilmente luchará por conseguir tamaño manjar en ese y en otros ámbitos. Al contrario. Sintiéndose un fracasado desde su más tierna infancia, cuando el abanico de posibilidades para triunfar en la vida se mantiene incólume, se encerrará en la concha del desánimo y en el sentimiento estéril y frustrante del fracaso.
Es probable que cueste ver, en determinados alumnos, algún tipo de comportamiento que merezca el elogio y la complacencia; cuando esto ocurra habrá que recurrir a determinadas “argucias” pedagógicas que tengan como meta el elogiar aquellas conductas que, aún manteniéndose en unos niveles más bien modestos, se aproximen a los objetivos deseados por padres y maestros. Utilizar algo así como una discriminación positiva sobre los estudiantes con menores talentos.
Porque de las tres cualidades que ha de tener todo maestro, seguridad científica – dominio de los temas objeto de enseñanza – , transparencia didáctica – empleo de las metodologías adecuadas y de las técnicas de estudio precisas – y cercanía emocional con sus alumnos; es en esta tercera cualidad docente donde debe hallarse la sensibilidad necesaria para  animar, en determinados momentos, los logros de aquellos muchachos que , aún mostrando más dificultades que sus compañeros, se esfuerzan por llevar a buen puerto sus trabajos. Alumnos que, desde ese momento, van a sorprendernos pues lucharán denodadamente por volver a experimentar el éxito que tantas gratificaciones les ha ocasionado.
A modo de conclusión habría que insistir que cuando cualquier persona intuye que hay expectativas de éxito sobre los trabajos que desarrolla, buscará con todas sus fuerzas responder a esas expectativas, de acuerdo con el principio pedagógico que sentencia que “las expectativas tienden a cumplirse”.
Hagamos, por consiguiente, que las expectativas sean de éxito para que antes o después los alumnos de  cualquier edad, en mayor o menor medida, lleguen a experimentarlo.



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