La ciudad y los muertos

(10/3/2009) Caminamos sobre difuntos. Bajo nuestros pies se apiñan cadáveres y cadáveres ajenos a nuestro deambular por la urbe y al tamaño y densidad de nuestros problemas. No exagero. El casco histórico de la ciudad, de cualquier ciudad, levanta sus edificios, sus plazas y sus parques sobre muertos de todo tipo y condición. El subsuelo es un cementerio.
Acaba de ocurrir en Valladolid. La remodelación de la vieja Plaza de San Miguel, lugar en el que inició su andadura la entonces villa de Esgueva, ha dejado al descubierto, como no podía ser de otra manera, un manojo de tibias y de costillares. Armados de brocha y cucharilla los arqueólogos-cirujanos, con métodos detectivescos, diseccionan la piel de la ciudad célula a célula para constatar lo que ya sabían, lo que sabíamos todos: que bajo el alquitrán de la plaza, bajo sus jardines, se hallaba un rico yacimiento óseo, un tesoro del pasado.
Porque allí estuvo el primer templo que conoció la villa y que tomó la advocación de San Pelayo para mudar, poco después, por la de San Miguel. Que un arcángel siempre es un arcángel y está más cerca del que manda.
Y allí en aquel hermoso templo de una sola nave, cabecera absidiada y cuatro capillas, elegiría su postrer descanso alguno de los vallisoletanos de entonces que se cruzaría con el conde Ansúrez, miraría de soslayo a doña Eylo y se quejaría de lo cara que estaba la vida hasta que dejó o le hicieron dejar este mundo.
Descansa en paz, le dijo el cura hace mil años con la mejor de las intenciones. Pero de eso nada, monada. Que el mundo ha seguido y sigue rodando ajeno a todo lo que se halle bajo sus pies. Y aquel pobre fiambre hoy desenterrado – que sin duda perteneció a una linajuda familia de las que se costeaban el enterramiento en la capilla más ostentosa o en el lugar más  cercano al presbiterio (¿sería un Tovar o sería un Reoyo?)- ve desde su postración definitiva todo tipo de reinos y de ruinas. Cosas veredes que diría él mismo cuando aún se mostraba vertical y sentencioso. Velay.
Horizontal, boquiabierto y pétreo  el Reoyo o el Tovar -que vaya usted a saber señor arqueólogo-  contempla ya sin asombro y con la calvicie que da el tiempo como la piqueta desentierra sus huesos una vez más en una nueva -y nunca definitiva- remodelación de la Plaza.
Los diez esqueletos desenterrados -los expertos esperan que su número aumente en próximas catas-  no encontraron el descanso definitivo en la Iglesia de San Pelayo. Tampoco el templo lo halló. Que la modernidad lo devoró como Saturno a sus propios hijos y arrasó con todo lo que se le ponía por delante. La advocación a San Pelayo mudó con el tiempo por la del arcángel San Miguel -como ya se dijo- hasta que en 1777 aquel templo fuera demolido sin que ningún defensor del patrimonio levantara acta de protesta. No eran tiempos.
“Convidados de piedra” en la ciudad de Zorrilla, los muertos del subsuelo esperan cabreados la llegada del último día para quejarse  a  San Pelayo o al Arcángel de que fuera tan difícil encontrar el definitivo descanso. Pero el día tarda en llegar y, mientras, lejos de ver la llegada de ángeles apocalípticos, contemplan a unos locos con casco y pincel que les limpian los dientes y se jactan de haber hallado un tesoro. Velay.



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