Internet en la consulta

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(30/06/2021) Si usted quiere desatar todos los demonios en el despacho de un profesional, si usted quiere que todas las furias salgan de su consulta, dígale que tal asunto, que compete al ámbito de su especialidad, lo sabe por Internet.

“Es que yo he leído en Internet que…”.

 No lo haga amigo. No se atreva a cruzar ese Misisipi. Si hay un enemigo declarado para cualquier doctor que se precie es que alguien le venga a la consulta con la monserga de “pues yo sé por Internet que la vesícula…”.

 Rápidamente blandirá su espada justiciera en forma de vademécum apolillado y lleno de páginas grasientas por el mucho uso, buscará torpemente en el índice del mamotreto, y le leerá en mayúsculas, para que se entere de una vez, lo que sentenció Galeno, allá por el siglo II después de Cristo, mientras masculla “¡a mí con Internet!”.

 De nada servirá que usted arguya que ese vademécum está en Internet, que ha habido investigaciones recientes sobre el tema o que lo ha leído en un artículo de la prestigiosa revista Nature. Solo conseguirá aumentar su ira.

 Por más pruebas que aporte comprobará que Internet es, para el doctor, la competencia desleal y torpe de la enorme y definitiva sabiduría que atesora el viejo manual que estudió en cuarto de carrera.

 Los celos entre profesionales existen y existieron, pero los celos hacia esa máquina de máquinas que es Internet adquieren unas dimensiones bíblicas.

 Los sacerdotes de la liturgia médica temen a Internet más que a un nublado.

Se trata de lo de siempre. De algo tan antiguo como el mundo. Del miedo. Miedo a que los demás sepan. Miedo a que constaten nuestra incompetencia. Miedo a que huelan nuestra ignorancia. O nuestras dudas (por otro lado tan humanas).

 El mismo miedo que provocó que la sabiduría se escribiera en volúmenes sellados, con códigos secretos para que nadie se enterara. En textos cifrados para ser leídos tan solo por los sumos sacerdotes de la tribu.

 Repito, amigo. No le vaya a ningún médico, profesor o jurista diciéndole que tal asunto lo sabe por Internet. Desatará todas las tormentas y le obligará a retractarse de rodillas y con los brazos en cruz. Soportando en ambas manos gruesos tomos mientras le asesora con un fraseo machacón: “no me venga con cuentos de Internet”.

 A usted solo le quedará salir mohíno y culposo de la consulta, repitiéndose aquello que dijera Galileo Galilei “e pur si muove”. Y sin embargo se mueve. Y sin embargo yo he leído en Internet que…

 Pero si usted insiste, si usted se niega a cumplir el diagnóstico, si se atreve a opinar que la operación es innecesaria, que cree haber encontrado el remedio en la Red, que pretende quedarse con su vesícula, le lloverán todas las amenazas: “puede darle una pancreatitis”, “ya sabe a lo que se arriesga si no se opera…”, etc. etc.

 Ese “arriesga” es su condena a muerte por salirse del carril, por no hacer caso al profesional, al que sabe, por aventurarse en buscar información falaz en los delatados dominios de ese mentidero, dice,  que es Internet.

“Internet es la mayor revolución. Yo diría que más que la conquista del fuego y más que el descubrimiento de la rueda…pero quizá falten dos o tres generaciones para asimilarlo”, asegura Antonio Escohotado, filósofo y ensayista, que parece llevar varias generaciones asimilando ese pozo de sabiduría con el que, asegura, podríamos ser más sabios que Aristóteles (siempre subrayando lo de podríamos).

 Pero hay mucho profesional, don Antonio, con ideas fijas a los que la vocación de saber, de indagar, de sorprenderse les ha cogido tarde y con el pie cambiado. Hombres y mujeres que, pertrechados en su castillo, arrojan su vademécum y el aceite hirviendo de sus seguridades a aquellos que pretenden asaltar los muros de su añeja sabiduría. Y usted nos dijo hace tiempo que la verdad nunca es una idea fija.

 Quedan doctores que aún no han asimilado que en el teléfono móvil de sus clientes caben todas las bibliotecas del mundo. Con todos los vademécums.



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