Horda en el polideportivo

(30/1/2012) Me disponía a cruzar el río Pisuerga por la Pasarela que me lleva, como en una nube, al Barrio de Parquesol, (lugares que, aclaro para mis lectores de Nueva Zelanda, se hallan en la muy noble ciudad de Valladolid), cuando mi cerebro reptiliano, esa parte más profunda y soterrada de mi testa -la más animal e instintiva- que es como una terca reminiscencia de cuando mis antepasados sobrevivieron en la jungla, me puso en alerta ante un griterío parecido al de un clan de primates enemigos que vinieran a exterminar mi tribu. Caníbales.
Pasado el primer susto y tras los aullidos ensordecedores que me abocaban, siguiendo las reglas de supervivencia del homo erectus, a huir o pelear con el enemigo que se me echaba encima, miré a mi derecha, lugar de procedencia del vocerío de la manada, y entonces, a Dios gracias, mi cerebro racional comprobó que el tumulto asesino procedía de un polideportivo donde se disputaba, ¿en buena lid?, algún partido de cualquier deporte. Seguramente.
Proseguí mi andadura con el ánimo algo alborotado por el susto, con las pulsaciones por las nubes y dándole al bolo sobre la adrenalina que descargan algunos ciudadanos, contemplando (lo de contemplando, es un decir) como juegan sus criaturas en la cancha.
Sí, porque de tiernos infantes estamos hablando, o sea de lo que se llama, no sé si acertadamente, deporte escolar o deporte base, pero que los progenitores de los menudos rapaces toman como si de una final Madrid-Barça se tratase. O sea de ganar o ganar. Sin contemplar otras alternativas.
-Mira hijo, déjate de monsergas. Lo importante no es participar, lo importante, querido retoño, en esta como en otras lides de la vida, es ganar…
Y es que el deporte base se ha convertido en un torneo medieval donde lo que cuenta es ganar a cualquier precio aunque éste incluya derramamiento de sangre; en morbosas peleas de gallos donde padres energúmenos, cegados por la ira más irracional, berrean y braman por la sangre del adversario.
A veces, cuando al equipo contrario no figura en la diana de sus aullidos, por vete a saber qué milagroso motivo, el árbitro se convierte en el vertedero de todas las iras, en la escupidera de las frustraciones y mediocridades de la parroquia familiar. Pobres.
Gritar e insultar a los árbitros se ha convertido en otra modalidad deportiva muy parecida a la caza del zorro que practican los británicos.
¿Que no? Pasen y vean como dignos ancianos, todo unos caballeros en la residencia, antiguos lectores de los libros y cuentos de Calleja y de otras lecturas piadosas, se convierten en crueles y despiadados cromañones contra el imberbe árbitro cuando este decide sobre algo que atañe a sus nietos. Ángeles exterminadores del sábado por la mañana en la cancha deportiva.
La bella (persona) y la bestia en el mismo antropoide que asiste al partido dominguero.
Y cuando quien decide es árbitra, ni les cuento. Mejor no hablar. Dies irae, dies illa…
Aunque hay neandhertales peores que quienes rebuznan desde las gradas.
Son los acompañantes de estos energúmenos. Esos que colaboran en los decibelios del “respetable” uniéndose al insulto más despiadado o callando la agresión verbal mientras miran, cobardemente, hacia otro lado.



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